Luego, inicié mi agitada vida
periodística como pasante en un canal de noticias. Conocí otros chicos y su recuerdo se diluyó. Presenté mi tesis, guiada
por mi tutora industrial, y a petición suya se la expuse a los ejecutivos del
canal, quienes poco tiempo después me incluyeron en su nómina fija. Comencé a
aparecer en los noticieros como reportera. Recorrí el país cubriendo las
noticias desde los cuatro puntos cardinales. Me hervía la sangre cada vez que
iba tras los acontecimientos. Herencia posible de mi padre, periodista, a quien en el pasado, le había
tocado, entre muchísimos acontecimientos bélicos, cubrir los de Corea en los años cincuenta.
Hice un post grado en New York University. Mi sueño era
entrar en un canal de noticias internacional, pero la salud de mi padre me
llamó al país. Cuando él partió, al poco tiempo de mi regreso, yo trabajaba ya en otro canal, cubriendo el noticiero estelar
de la noche. Fue entonces cuando por tercera vez volví a ver, a Javier Lumière.
Esta vez presentado formalmente por los directivos del canal en su recorrido oficial por las oficinas del canal, como asesor de la empresa. Luego nos vimos en la cafetería y me invitó a acompañarle. En nuestra breve, pero agradable conversación, mientras tomábamos el café, me dijo que su padre era francés y su madre italiana, pero que él había nacido en
Caracas. “Un sabroso cocktail familiar” dijo sonriendo. Luego, su presencia se me hizo casi familiar; muchas veces coincidimos en reuniones de trabajo sobre el desarrollo de la empresa. Nos topábamos en las escaleras, en los pasillos, o cuando él acudía a la Oficina de Prensa a solicitar una información, o una fotografía. Javier me atraía mucho. Poseía una
personalidad fuerte y una voz grave que cada vez que exponía sus ideas me
aceleraba el pulso. Lo admiraba. Yo sentía que no le era indiferente. Una vez
que me tropecé con él me miró tan fijamente, sosteniéndome la mirada, que me
dije a mí misma:”No Mabel, esto no puede estar pasando, son ideas tuyas”. Pero
el corazón no me traicionaba. Recuerdo que una vez me puse una alianza de plata que había pertenecido a mi abuela, y al entrar a mi oficina me preguntó sonriendo mientras me señalaba el dedo, si era feliz en mi matrimonio. Mi respuesta fue otra sonrisa misteriosa.
Una tarde me dirigí al Café Gourmet, frente a la oficina y me senté a una de las mesas del fondo, y al poco rato de estar allí apareció Javier. Al verme se acercó donde me encontraba y me preguntó si esperaba a alguien. Cuando le respondí que a él justamente, celebró mi broma sentándose a mi lado. Como ya era un poco tarde, me invitó a cenar allí mismo.
-Hoy es viernes - comentó- por lo que mañana no hay que levantarse muy temprano.
- Es verdad, Javier, pero yo sí debo irme temprano, pues tengo el carro en el taller y debo buscarlo mañana temprano.
- Entonces ¿Puedo llevarte a casa?
- Gracias, pero mi hermana me prestó el carro, Javier.
- Bueno, entonces te escolto. Es muy peligroso que andes sola de noche.
Entonces accedí y la sobremesa se prolongó un poco más. Supe que él se había divorciado, pero que estaba ligado sentimentalmente a otra mujer desde hacía dos años. A mi vez le conté que acababa de terminar una relación a un mes de la boda, pues preveía un divorcio a mediano plazo.
-Fue sólo un repentino cambio en nuestros sentimientos - agregué sonriendo- por el momento busco estar tranquila para poner mi cabeza en orden- Luego, continuamos conversando hasta que se hizo ya un poco tarde.
Cuando Javier me acompañó a casa, se bajó para despedirse en la ventanilla de mi auto y me dijo que le gustaría entrar a tomarse otro café conmigo. Y así fue, pero luego tomamos vino y el ambiente íntimo nos envolvió. Se hizo muy tarde. Por "motivos de seguridad" Javier me preguntó si podía quedarse esa noche. Le ofrecí el sofá, pero los besos y las caricias decidieron otro lugar más mullido y confortable, y entre ambos la convertimos en una hermosa noche de amor.
Al día siguiente pasó a verme para preguntarme por la "resaca" y me entregó el soneto 116 de Shakespeare, por todo comentario a la noche anterior. Lo leí esta vez con una emoción nueva:
"William Shakespeare
Soneto 116
Permitid que no admita impedimentos
ante el enlace de las almas fieles
no es amor el amor que cambia siempre por momentos
o que a distanciarse en la distancia tiende.
El amor es igual que un faro imperturbable,
que ve las tempestades y nunca se estremece.
Es la estrella que guía la nave a la deriva,
de un valor ignorado, aún sabiendo su altura.
No es juguete del Tiempo, aun si rosados labios
o mejillas alcanza, la guadaña implacable.
Ni se altera con horas o semanas fugaces,
si no que aguanta y dura hasta el último abismo.
Si es error lo que digo y en mí puede probarse,
decid, que nunca he escrito, ni amó jamás un hombre."
Me llevé el hermoso verso a mi pecho bajo la increíble impresión de su significado. Y, por supuesto que, a este primer encuentro, luego siguieron muchos. La compatibilidad de Javier y mía se fue ajustando poco a poco en lo espiritual, intelectual y en el sexo, hasta llevarnos a una excelente relación. Pero luego, de pronto, y sin más explicación que sus viajes de trabajo nuestros encuentros fueron distanciándose para volver a vernos sólo por períodos cortos e irregulares, menos el último que sí fue más largo y en el que, de pronto, se mostró más atento y amoroso conmigo. La verdad es que nunca antes lo había visto tan cariñoso, tan solícito. Una tarde, sin embargo, luego de muchas demostraciones amorosas, me anunció, que la semana siguiente se iba a Connecticut, por un mes, a visitar a Mario y a Andrés, sus hijos, que estudiaban allá.
Pasó el mes, y al día siguiente de su regreso, Javier me llamó por teléfono muy temprano. Me dijo que pasaría por casa esa noche, pero no quise esperar y me comuniqué con él por Skype. Lucía muy bien y contento de volver a verme. De pronto, al gesticular, noté un sospechoso brillo en su mano derecha y le pedí que pusiera esa misma mano sobre el pecho y así lo hizo, extrañado de mi solicitud. Su dedo anular lucía una brillante alianza de oro que gritaba a los cuatro puntos cardinales su nuevo estado civil.
Entonces, incrédula y temblorosa, ante la evidencia, exclamé:
- ¡Te casaste, Javier!
Un Javier empequeñecido y muy pálido aparecía en la pantalla de mi computadora. Se había deslizado de la silla de la oficina, hasta casi quedar invisible. La sonrisa que mostraba antes le huyó del rostro. Y muy confundido por el aparente olvido de no informarme de su boda, trató de esconder el anillo para, por último, contestar casi en un sollozo:
-Bueno, Mabel, discúlpame, sólo formalicé mi situación. ¡Sólo eso!
Caracas, agosto de 2008 - Revisado: agosto de 2013
IMAGENES: WEB
Cuando Javier me acompañó a casa, se bajó para despedirse en la ventanilla de mi auto y me dijo que le gustaría entrar a tomarse otro café conmigo. Y así fue, pero luego tomamos vino y el ambiente íntimo nos envolvió. Se hizo muy tarde. Por "motivos de seguridad" Javier me preguntó si podía quedarse esa noche. Le ofrecí el sofá, pero los besos y las caricias decidieron otro lugar más mullido y confortable, y entre ambos la convertimos en una hermosa noche de amor.
Al día siguiente pasó a verme para preguntarme por la "resaca" y me entregó el soneto 116 de Shakespeare, por todo comentario a la noche anterior. Lo leí esta vez con una emoción nueva:
"William Shakespeare
Soneto 116
Permitid que no admita impedimentos
ante el enlace de las almas fieles
no es amor el amor que cambia siempre por momentos
o que a distanciarse en la distancia tiende.
El amor es igual que un faro imperturbable,
que ve las tempestades y nunca se estremece.
Es la estrella que guía la nave a la deriva,
de un valor ignorado, aún sabiendo su altura.
No es juguete del Tiempo, aun si rosados labios
o mejillas alcanza, la guadaña implacable.
Ni se altera con horas o semanas fugaces,
si no que aguanta y dura hasta el último abismo.
Si es error lo que digo y en mí puede probarse,
decid, que nunca he escrito, ni amó jamás un hombre."
Me llevé el hermoso verso a mi pecho bajo la increíble impresión de su significado. Y, por supuesto que, a este primer encuentro, luego siguieron muchos. La compatibilidad de Javier y mía se fue ajustando poco a poco en lo espiritual, intelectual y en el sexo, hasta llevarnos a una excelente relación. Pero luego, de pronto, y sin más explicación que sus viajes de trabajo nuestros encuentros fueron distanciándose para volver a vernos sólo por períodos cortos e irregulares, menos el último que sí fue más largo y en el que, de pronto, se mostró más atento y amoroso conmigo. La verdad es que nunca antes lo había visto tan cariñoso, tan solícito. Una tarde, sin embargo, luego de muchas demostraciones amorosas, me anunció, que la semana siguiente se iba a Connecticut, por un mes, a visitar a Mario y a Andrés, sus hijos, que estudiaban allá.
Pasó el mes, y al día siguiente de su regreso, Javier me llamó por teléfono muy temprano. Me dijo que pasaría por casa esa noche, pero no quise esperar y me comuniqué con él por Skype. Lucía muy bien y contento de volver a verme. De pronto, al gesticular, noté un sospechoso brillo en su mano derecha y le pedí que pusiera esa misma mano sobre el pecho y así lo hizo, extrañado de mi solicitud. Su dedo anular lucía una brillante alianza de oro que gritaba a los cuatro puntos cardinales su nuevo estado civil.
Entonces, incrédula y temblorosa, ante la evidencia, exclamé:
- ¡Te casaste, Javier!
Un Javier empequeñecido y muy pálido aparecía en la pantalla de mi computadora. Se había deslizado de la silla de la oficina, hasta casi quedar invisible. La sonrisa que mostraba antes le huyó del rostro. Y muy confundido por el aparente olvido de no informarme de su boda, trató de esconder el anillo para, por último, contestar casi en un sollozo:
-Bueno, Mabel, discúlpame, sólo formalicé mi situación. ¡Sólo eso!
Caracas, agosto de 2008 - Revisado: agosto de 2013
IMAGENES: WEB
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