jueves, 24 de noviembre de 2022

NO TE HAS IDO

 


Homenaje a nuestro Padre, Luis Alberto Paúl, en el décimo cuarto aniversario de su partida al Cielo.

Pasa el tiempo
padre querido, pero
hermosos recuerdos

perduran, viven
en las almas de tus hijos,
Allá y Acá.

No te olvidamos,
 tu bella descendencia
honra tu Memoria.

No te has ido,
amado Padre; jamás
lo harás,

pues tu presencia
en Cielo y Tierra,
es eterna ya.


Caracas, 22 de noviembre, de 2022






sábado, 29 de octubre de 2022

AMANECERES

 


Despiertas, alba.

Tu claridad recuerda

momentos tristes


de sueños rotos.

Hermosas ilusiones

de tiempos idos.


Heridas del alma,

y mundos tormentosos

en lejanía.


Tiempos adversos,

de lluvias, vendavales

sacuden las almas.


Pido al Cielo, 

el ungüento Divino

para el sufriente.


Cantan las aves

y el Astro sonríe.

Deseos cumplidos.


ILUSTRACIONES: WEB






 

 

 

 

viernes, 7 de octubre de 2022

METAMORFOSIS

 



Naturaleza,
exuberancia, color.
Presencia Divina.

Transcurre el tiempo,
se va la tarde linda
junto con el sol,

que, soñoliento,
la acompaña hasta
el horizonte.

Se sonroja el cielo,
y, detrás de algodones
vuelve el azul.

Nubes guerreras,
ejércitos de agua
hacen presencia.

se va la lluvia,
llega la noche hermosa, 
y vuelve la paz.

Imagen: WEB

martes, 27 de septiembre de 2022

CUÁNTO TE AMO

Hay silencios

que hieren el alma,

los sentimientos.


Escondes en ti

-alma y espíritu-,

penas muy grandes,


 pues yo  presiento,

al otro lado del mar,

el quieto dolor.


¿Puedo aliviar

algunas de las penas?

Quiero ayudarte.


No me he ido,

mi amor te espera,

 como siempre.


Deseo estar

entre tus fuertes brazos, 

y consolarte.


Besar tus labios

 sedientos y atentos 

a mis anhelos.


Tomarte las manos,

perderme en tus ojos.

Tranquilas aguas.


Escucharte decir,

  con voz grave y tierna :

cuánto te amo.










domingo, 25 de septiembre de 2022

CUANDO ESCAMPE



Hoy mis recuerdos

pasean  por lugares

de un pasado


hermoso, lindo,

envuelto en las brumas 

grises del ayer,


junto a flores

y plantas de prados ya

tristes, olvidados.


Lluvias, tormentas,

los visitan, saludan,

besan el follaje.


Las remembranzas

fluyen bajo aguaceros,

y los relámpagos,


precursores de

largos truenos, ahora

las acompañan.


Y cuando escampe,

 quedará la nostalgia.

bañada de sol.




Imagen: WEB








 

jueves, 22 de septiembre de 2022

LA PUERTA ROJA




En los jardines

conversan las bromelias.

Los pájaros trinan.


Y, a lo lejos,

en lo alto del monte,

un gallo canta.


En un arbolito

abundan las taparas,

crece el matorral;


se une con la hiedra

y le promete nupcias,

bajo la lluvia.


Bailan los bambúes,

cimbran los lindos talles

al compás del viento.


Al fondo, la casa

y la puerta roja

cierran el olvido. 




martes, 5 de julio de 2022

DADIVOSIDAD

 

             


       El entraba a la madurez. Yo salía de la adolescencia. Cómo lo admiraba. Tenía la voz grave, pero tierna, y la sonrisa fácil. Cuando soltaba una carcajada, contagiaba a quienes le rodeaban. Además, lo adornaba una gran virtud: la dadivosidad. Era amable con todos, es verdad, pero a mí, sobre todo, me obsequiaba siempre con chocolates, poemas y libros. Y, por si fuera poco, satisfacía cualquiera de mis caprichos, como si fueran órdenes. Me sentía una reina.


     Una noche hermosa, luego de  ir a cenar y  pasear a la luz de la luna, me regaló su amor y yo le di el mío. Se desencadenó la pasión y me proporcionó tanto placer y felicidad, como nunca imaginé que otro  ser humano pudiera experimentar. A ese primer encuentro siguieron muchos otros, tantos que hacían que mi vida transcurriera  en una eterna galaxia. Hasta que un día, me sorprendió con el obsequio de una gran boda.

     La suya, con otra mujer.





IMAGENES: WEB.



lunes, 18 de abril de 2022

ALELUYA


Felices Pascuas.

Jesús resucitó.

Sí. Aleluya.


Asciende al Cielo

en cuerpo y alma.

Suenan trompetas.


Ángeles, almas

recién llegadas, cantan

y lo celebran.


Júbilo, dicha,

fiesta y Alegría,

pues Jesús llega.


Cielos y Tierra

adoran y cantan

al Resucitado.


Consuelo pedimos,

y, en nuestras dolencias,

Su Misericordia.



M
PG


Caracas, 17 de abril de 2022 

Imágenes: WEB






lunes, 28 de marzo de 2022

ORDENES SON ORDENES. MYMI PAGAL (MYRIAM PAUL GALINDO) CUENTO FINALISTA PRESENTADO AL CERTAMEN PEPE FUERA DE BORDA. BUENOS AIRES, 2008

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Cuentos Finalistas del 5to Certamen Literario 2008

        Entre estos cuentos han de surgir los premiados. Aprovecha y disfruta de ellos.

Para tu lectura:  los cuentos y sus respectivos autores aún bajo seudónimo.

 

                                                                                                                

ORDENES SON ORDENES
MYMI PAGAL


pisodio basado en el desastre del Sesostris, durante la Segunda Guerra Mundial
Corría el año 1939 y había estallado ya la Segunda Guerra Mundial. Yo formaba parte de la tripulación del buque “Sesostris”,  como Oficial de Máquinas. Nuestro vapor, a pesar del reciente conflicto bélico, desafiaba el peligro que significaba surcar un océano infectado de submarinos aliados, cargando y descargando mercancía en los puertos registrados en agenda.
Una vez navegábamos por el Caribe, justamente muy cerca de las costas venezolanas, con nuestro cargamento de asfalto, madera, cacao y café, cuando comenzaron a asediarnos los barcos ingleses y franceses, como si fueran piratas. Temían que hubiésemos asistido a naves enemigas. Todas estas dificultades, en circunstancias tan peligrosas, entorpecieron nuestro trabajo y pensar en regresar a Alemania se hizo imposible. Tuvimos información de que seis barcos italianos se encontraban en la misma situación que nosotros. Entonces nuestro capitán, al igual que  lo hicieron los de las naves italianas, solicitó refugio en Venezuela por tratarse de un país neutral. Tal petición fue aceptada por el gobierno de turno, con instrucciones precisas de seguir rumbo hacia Puerto Cabello, región ubicada en la costa central de Venezuela.
Dadas las  particulares circunstancias de nuestra llegada al puerto,  nuestra adaptación al lugar no resultó fácil. Había problemas de toda índole.  Las noticias de los avances enemigos nos inquietaban y nuestras victorias nos animaban. Me sentía muy angustiado al no tener noticias inmediatas de mi familia. El dinero comenzó a escasear: no teníamos manera de obtener nuestro sueldo. Fueron momentos muy difíciles para la tripulación del Sesostris. Providencialmente el gobierno venezolano, en un gesto de solidaridad, se comprometió a pagar la remuneración de los oficiales y subalternos, mientras estuviéramos en calidad de refugiados. Esta actitud del gobierno venezolano  fue celebrada con júbilo por nosotros.
Nuestra suerte aumentó, gracias a Dios, con la recepción que nos hizo la colonia alemana en Puerto Cabello, cuando atracamos en el puerto.  Muchos de nuestros compatriotas eran prósperos comerciantes, y nos ofrecieron su ayuda para cualquier cosa que necesitáramos.
El tiempo fue pasando, y mientras tanto, yo realizaba pocas actividades profesionales a bordo. Me dediqué a la talla de la madera y a la elaboración de barcos célebres, hobby que,  al igual que a mis compañeros, me llevaba buena parte de un tiempo forzosamente libre.
Aunque echaba de menos Hamburgo y, sobre todo a  mi familia, poco a poco me fui acostumbrando a mi nueva vida. Puerto Cabello era una ciudad acogedora, y su gente, increíblemente cálida. Hice amigos y conocí algunas chicas con quienes ocasionalmente salí al cine o a un concierto. Otras veces me reunía con mis compañeros para tomarnos unas cervezas, o  también  perdernos por las callejuelas de la ciudad en busca de placer.
Pasaron entonces casi dos años, en medio de las vicisitudes de la guerra, hasta que un buen día el destino quiso que conociera a Gertrudis. Sucedió una tarde, cuando visité  el Club Unión. Había sabido por uno de mis compañeros que se organizaba un bazar navideño, y existía  la posibilidad de vender nuestras artesanías durante el evento. Entonces, sin dudarlo, tomé una muestra de mi trabajo y me dirigí a la oficina administrativa del club. Me recibió una bellísima chica. Era la Administradora del club.  Me dirigí a ella diciéndole, mientras le extendía la mano:
-Buenas tardes, señorita, soy Klaus Leihnert, Oficial de Operaciones del vapor Sesostris.  Mis compañeros de a bordo me informaron que pronto se celebrará un bazar navideño. Vengo a informarme si existe  la posibilidad de vender  en él algunos  trabajos de artesanía que hacemos en el barco.
 - Mucho gusto,- respondió - mi nombre es Gertrudis Mandel. Tome asiento, por favor.
Me informó que el  club abría sus puertas a todas aquellas personas que desearan  presentar artesanías y venderlas en el bazar. Luego, me preguntó si  había llevado alguna de las mías, y le entregué un timón que había llevado como muestra.
- ¡Qué talla tan linda! –Exclamó sorprendida.
- Gracias, señorita.
- Llámame Gertrudis, Klaus, por favor.
 -   Está bien, Gertrudis – dije  algo nervioso - a bordo tengo otras maquetas y tallas que también le puedo traer para que las vea en otra oportunidad -. Le dije que  mis compañeros tenían trabajos similares,  y ella  me animó a invitarlos a participar en el bazar navideño. Acordamos que mi propia entrega la haría al día siguiente. Como ya finalizaba sus labores, la invité a tomar un helado en la terraza del club. Me contó que su padre era alemán y su madre venezolana; él comerciante y ella, maestra. Me dijo, además, que había estudiado comercio en un instituto local, y que, desde hacía un año, trabajaba en el Club Unión. Nuestra conversación se extendió hasta casi entrada la noche.  Luego nos despedimos. Pero me prometí volver a verla.
La organización del bazar sirvió de excusa para encontrarnos con frecuencia. Y luego también, pues la venta de las artesanías fue un éxito.  Compartimos almuerzos y cenas en el club.  Con frecuencia íbamos a la playa, al cine, a algún concierto; en fin, nos divertíamos, a pesar de los nubarrones de la guerra. Como era de esperar, Gertrudis y yo nos hicimos novios.  Nos gustaba  leer y escuchar música clásica. Además  de intercambiar libros, canjeábamos también clases de alemán por español.
Un día que nos bañábamos en la playa, ante la fogosidad de nuestros encuentros,  cada vez más apasionados, le propuse matrimonio. Yo ignoraba, dada nuestra situación de refugiados,  cuándo se produciría el regreso a Alemania; por eso quizás,  deseaba casarme pronto con ella. Además, estaba muy seguro de mi amor por Gertrudis. Así que le propuse matrimonio un día en la playa. Al principio ella me dijo que casarnos en ese momento resultaba un poco apresurado,  pero la convencí de que mi amor por ella no disminuiría nunca, y como ella también estaba muy enamorada de mí, al fin aceptó. Así que ese día, sin más dilación,  fijamos la boda para los primeros días de enero del año siguiente. Con la ilusión de formar pronto mi propia familia, mi tristeza disminuyó durante las fiestas de fin de año al recordar a los míos en Hamburgo. Mi novia y yo esperábamos ansiosos el Año Nuevo.
Nos casamos, como acordamos, a principios de 1941.  Nunca vi una novia más linda que la mía. Debido a los tiempos que corrían, sólo hubo una celebración muy íntima. Ambos éramos demasiado afines como para poner en duda la felicidad que nos esperaba. Nuestra compatibilidad de pareja fue total. Siempre nos sobró la pasión a la hora de la entrega mutua: cálida, hermosa, sin reservas. Y, sobre todo, constantemente renovada.
Una tarde paseábamos por la playa, y observábamos a lo lejos  los barcos atracados en el muelle del puerto. En el Sesostris ondeaba la bandera alemana con la esvástica.
Abracé entonces a Gertrudis y le dije emocionado que pronto, cuando terminara la guerra, nos iríamos para Alemania los dos solitos. Al escuchar mis palabras, me dijo que ir los dos solos era imposible, pues ya éramos tres. Mi alegría no tuvo límites y la zarandeé en el aire, mientras giraba como loco. La cubrí  de besos y  arena.
Una noche nos encontrábamos cenando mi mujer y yo en casa, cuando llegó Reiner Schmidt, un colega. Lucía agitado. Nos dijo que el Capitán Ziegler, había convocado a la tripulación a una reunión urgente esa misma noche,  a bordo del Sesostris. Así que debíamos apurarnos. Mi mujer me miró alarmada. Traté de calmarla, recordándole su estado, y le aseguré que estaría de regreso lo más pronto posible. Pero ella, haciendo caso omiso de mis palabras, estalló en llanto pidiéndome, mientras me abrazaba con fuerza, que no me fuera.
Entonces la separé con suavidad,  mientras  le decía con firmeza:
-No puedo, mi vida. Lo sabes bien: órdenes son órdenes.
Cuando el Capitán Ziegler entró a la Sala de Conferencias,  se dirigió a nosotros con voz clara y firme, mientras los músculos de la mandíbula se  le dibujaban bajo la piel. Nos informó que el día anterior, 29 de marzo,  el presidente  de los Estados Unidos,  F. D.  Roosevelt,  había dado una declaración, por la que se ordenaba incautar todos los barcos italianos y alemanes que se encontraban refugiados en puertos norteamericanos. México y Canadá habían tomado la misma determinación.
- Por esta razón el Alto Mando Alemán – dijo firmemente y sin vacilaciones  – ha dado órdenes precisas de planificar y coordinar el incendio y el  hundimiento del Sesostris  para mañana mismo.
A estas palabras siguió un silencio escalofriante. Todos transpirábamos. Nadie se movía. Observé los rostros congestionados de mis compañeros. No podía creer lo que estaba escuchando. La cabeza me estallaba.
    Varios equipos formados por ingenieros navales, mecánicos, electricistas y buzos iniciamos las operaciones  destinadas al hundimiento del Sesostris. Limpiamos el barco,  sacamos la documentación y redujimos a cero las reservas de combustible. Las últimas serían: abrir las válvulas de fondo y prenderle fuego al barco para, finalmente, abandonarlo. Traté de controlar al máximo mis emociones, mientras me dirigía  hacia el lugar donde se encontraban las válvulas de fondo. Terminaba ya de abrir la primera, cuando experimenté  una fuerte sacudida. Un dolor intenso me recorrió el cuerpo, paralizándome. Caí al suelo. En ese mismo instante me invadió una gran  confusión: escuché ruidos extraños; recordé momentos de mi vida;  vi a mis padres, a mi mujer y a mi hijo. Luego, sentí una profunda tristeza,  sentimiento que, paulatinamente,  fue transformándose en una indescriptible felicidad. Entonces empecé a elevarme, a elevarme;  y mientras atravesaba billones de estrellas, observé a mis pies, un hermoso y pacífico mundo sin fronteras.
 Desperté con el ruido de fuertes golpes. Desguazaban el buque para luego remolcarlo a Isla Larga, cerca de Puerto Cabello. Desde entonces, vivo allí, en las profundidades del Mar Caribe, donde velo por los restos del Sesostris, que, todavía, asoma su popa engastada de corales en una suerte de saludo al mundo. Cuido de la flora y la fauna marina que me rodea; mantengo vivo el recuerdo de aquella hermosa mujer que un día me hizo tan feliz, y protejo a los submarinistas y a los pescadores que me visitan,  entre quienes, tal vez, se encuentre sembrada mi propia simiente.


..."



..."
 

domingo, 6 de marzo de 2022

I CONCURSO CIENCIA FICCION, ¨PUERTAS SECULARES¨, RELATO NUMERO 106. (Por Myriam Paúl Galindo)

 

I CONCURSO CIENCIA FICCIÓN, "PUERTAS SECULARES", RELATO NÚMERO 106

 

Súbitamente un sonido intenso y perturbador, semejante al producido por la turbina de un avión, rompió el silencio de esa apacible mañana, cuando Emiliana estudiaba en su habitación. Muy asustada y sin explicarse lo que sucedía, la chica sintió una fuerte presión invadir su cuerpo, aturdiéndola; luego, esa fuerza desconocida la hizo girar sobre sí misma, y la empujó por un profundo agujero de paredes cobrizas y erosionadas. La joven no pudo precisar la duración del extraño suceso, pero le pareció eterno pues ella no cesó de dar vueltas, tropezando contra las paredes del túnel, hasta que finalmente cayó sobre unos arbustos que se destrozaron, cuando su aparentemente frágil humanidad dio al traste con ellos. Un fuerte aturdimiento, varios rasguños, hematomas y un golpe en la cabeza fueron el resultado del aparatoso descenso. Pasado un momento, y con mucha dificultad, ella logró levantarse mientras se desenredaba el pelo agarrado a las ramas. Muy confundida, observó el entorno. La vegetación exuberante bordeaba los alrededores de una ciudad de calles estrechas y empedradas en las que sólo se veían casas con zaguán, puertas de pesados aldabones y ventanas con postigos.
La caída de la chica no pasó desapercibida a la gente del lugar, que miraba asombrada el espectáculo como si se tratara de una función de circo. Algunas chicas observaban los piercings con los que ella se adornaba tanto las orejas como la nariz. Los hombres no quitaban la vista ni de su escote, donde asomaba un tatuaje, ni de su ombligo, del que pendía una argolla. Todavía atontada por los golpes la joven trató de incorporarse ajustándose los jeans, peligrosamente deslizados de las caderas. Se pasó las manos por el rostro lleno de rasguños y la oreja derecha donde uno de los cinco zarcillos se le había salido, rasgándole el lóbulo. Como la muchacha se tambaleaba, un chico la tomó del brazo y le ofreció su pañuelo. Una vez pasada la novedad del espectáculo protagonizado por la chica en la plaza, los lugareños empezaron a dispersarse sin prisa y Emiliana a su vez, ya más recuperada del revolcón, inició su recorrido por la ciudad, tratando de orientarse.
Para la joven tampoco pasaron desapercibidos, tanto el sencillo atuendo de las personas como -al mismo tiempo- su actitud amable y desconfiada. Las mujeres llevaban trajes largos, algunos elegantes, de seda, otros de telas burdas y de aparente confección casera. Sin embargo, el toque chic ponían los sombreros tanto de damas como de caballeros. Casi nadie llevaba la cabeza descubierta.
Observaba también Emiliana el paisaje pueblerino. Algunas ventas de gallinas en la calle le parecía que contrastaban con los tranvías y los coches tirados por caballos parecidos a los que había visto en las fotografías de Tía Dorita y Tío Klaus en Viena, cuando fueron a un Congreso de Medicina el año pasado. Pensó entonces que estarían filmando alguna película y, apurando el paso, continuó buscando el Metro en medio de aquel hermoso y extraño escenario.
De pronto, un señor de edad mediana, elegantemente vestido y portando en su mano derecha un bastón de madera, le salió al paso y quitándose el sombrero le dijo:
- Buenas tardes, señorita. Perdone el atrevimiento, pero por su expresión presumo que se ha extraviado ¿Me permite ayudarla, por favor? –
La joven no reconoció el acento suave y musical de su interlocutor, quien, además, hablaba en tono muy bajo, razón por la que ella le hizo repetir la pregunta para luego responderle:
- Ay, sí, señor, gracias. La verdad es que sí necesito su ayuda, porque creo que estoy perdida. Por favor ¿me puede decir dónde estoy? ¿Es esto un escenario para una película o una ciudad y si es así, cuál?
-No entiendo bien sus preguntas, señorita Aquí no se está filmando ninguna película.- Y añadió asombrado- ¿Cómo es posible? ¿Usted no sabe en qué ciudad se encuentra? Pues está usted en la capital, hija mía, en Caracas- No comprendo su sorpresa, a menos que usted sea del interior, pero ni aún así – Y agregó, enfático- Estamos en Caracas, la capital de la República de Venezuela.
La muchacha lo interrumpió, angustiada:
-Pero, señor ¿Cómo va a ser Caracas si yo nací allí, vivo allí, la conozco bien y esta ciudad no se me parece a ella? Es más, acostumbro acompañar a mi abuela a sus diligencias al Centro, y lo que estoy viendo es totalmente diferente al que yo conozco.
- Discúlpeme, jovencita, pero la ciudad es muy grande; en los últimos años se ha expandido mucho, por lo que no es posible conocerla toda; lo que sí le puedo asegurar es que el centro permanece igual, y que desde mucho tiempo atrás no ha habido mayores cambios, como por ejemplo, la Plaza Bolívar, que está detrás de usted - dijo señalándola con el bastón.
Emiliana observó la plaza, los niños las palomitas y las ardillas. Era verdad que era la misma, pero ¡Diferente! Lucía más despejada, más limpia. La estatua ecuestre de El Libertador lucía más nueva, aunque con las mismas gracias de las palomas. Pero las calles y los negocios parecían otros. Sin embargo, los edificios gubernamentales eran también los mismos. “¿Más nuevos, quizás?”- pensó mientras su confusión iba en aumento.
El caballero, que la observaba silencioso, pues no alcanzaba a comprender la confusión de la joven, así como tampoco su ligera y extraña indumentaria, llegó a pensar por un momento que aquella situación se debía seguramente a una de esas extrañas pesadillas mañaneras.

Hacía rato ya que los gallos cantaban en el corral y José del Carmen todavía disfrutaba de la calidez del lecho. No era un chico perezoso, pero desde hacía días lo aplastaba la rutina. Añoraba un cambio en su monótona existencia tan sólo interrumpida por la emoción que le producían los pocos besos que le robaba a Jacinta, su novia, cuando la chaperona se descuidaba. Había leído ya varios libros y visto fotos de otros lugares. También algunas películas proyectadas en el Teatro Caracas o en el Salón Apolo en las que se mostraban paisajes de increíble belleza. Pero no siempre disponía ni de suficiente plata ni de tiempo para ir al centro a divertirse. La mayoría de las veces sólo iba con Jacinta a la retreta en la Plaza Bolívar, luego de la misa y el tradicional almuerzo familiar en su casa o en la de la novia. Los días de semana madrugaba para el trabajo de la finca. Nada más rompía la rutina de su vida. “¡Cómo le gustaría viajar y conocer otros lugares distintos e interesantes!”- pensó desperezándose. De pronto, escuchó la estridente voz del padre llamándolo y se levantó de un salto para vestirse e iniciar el ordeño.
Avanzaba la mañana, en medio del bullicio de los tranvías, los coches tirados por caballos, y el tránsito de uno que otro automóvil. Las ventas callejeras arremolinaban a la gente junto a ellas. Emiliana contemplaba el espectáculo callejero, mientras caminaba al lado de su amable anfitrión, quien hacía esfuerzos por orientarla.
- Ese es el Café Marron Glacé. El sitio preferido de artistas y músicos. ¿Lo conoce usted?
-No, señor nunca he estado allí. Me gusta mucho ir a los cafés de los centros comerciales como el Sambyl, el Tolón, y también al Café Olé de Las Mercedes, pero éste, sinceramente, no lo conozco.
-¿Quiere decir que hay un nuevo café cerca de la Iglesia de Las Mercedes en La Pastora?-preguntó su acompañante.
- No, no. El que yo le digo queda en la Urbanización Las Mercedes, cerca de la Iglesia de la Guadalupe en la Calle California. ¿Sabe? Detrás de la Bomba Texaco.
Entonces, cuando su interlocutor hizo un alto para tratar de comprender lo que decía la chica, ella le preguntó:
-¿Sabe, señor, dónde está la estación del Metro de Capitolio? Desde hace rato estamos caminando y no la veo; debería estar cerca.
-¿La estación del Metro? ¿Podría darme más detalles de esa estación? La verdad es que no la he visto nunca, y mire que me conozco todas las del tranvía.
- ¡Ay, señor, no, tranvía, no! Dije ¡Metro! La que yo busco es la del Metro de Capitolio, esa que tiene la M grandota de color naranja que indica la entrada a las escaleras mecánicas.
-No entiendo lo que quiere decir con escaleras mecánicas, las únicas que podríamos llamar tales, son los escalones de la plaza, pero no son tantos- Luego, sacudiendo la cabeza y pasándose la mano por la frente sudorosa, agregó: - Pero, venga, venga, por favor, que yo mismo la acompaño a la Estación de la Plaza Bolívar, donde la pueden informar mejor que yo - dijo guiándola.- ¿Ve usted allá enfrente aquellos tranvías, junto a las victorias? Pues allí está la Estación que le digo.
Cuando llegaron a la estación señalada, el reloj de la Catedral dejó escapar cinco campanadas, por lo que don Florencio exclamó:
- ¡Ay, qué tarde es! Lo siento mucho, señorita, pero no puedo quedarme. Debo irme. No me había percatado de la hora. Ya casi cae la noche - dijo sacando su leontina del bolsillo para ajustar la hora-. Y añadió consternado: - Pero qué descortés he sido al no presentarme, disculpe usted. Mi nombre es Florencio Antonio Colmenares Ibarra, para servirla. Y, si me permite, me gustaría conocer el suyo, por favor.
- Por supuesto, señor Colmenares. Mi nombre es Emiliana Tramontini García, contestó la muchacha, estrechando con firmeza la mano sudorosa y lánguida que le ofrecía don Florencio, quien, muy apenado volvió a excusarse por no poder quedarse haciéndole compañía hasta que ella pudiera volver a su casa. Sin embargo, antes de iniciar el regreso al hogar le recomendó mucha prudencia, mesura y también le expresó su deseo porque volviera pronto a casa.
En cuanto su anfitrión se hubo marchado, Emiliana, siguiendo su consejo preguntó a las personas que se encontraban en la estación de la Plaza Bolívar sobre la del Metro, pero ninguna de ellas supo darle razón. El desconcierto crecía y la joven no hallaba qué hacer, así que resignada a su suerte continuó caminando sin rumbo fijo varias horas por los ya desiertos y oscuros callejones. De pronto la muchacha sintió cómo el estómago le hacía ruido. Deseó comprarse un "sándwich", pero ya habían cerrado todos los locales. Continuó caminando hasta que llegó a lo que parecía ser el límite de la ciudad, pues allí terminaban las calles y comenzaba una tupida floresta. Entonces, extenuada se sentó a descansar en un recodo del camino. Cuando ella observaba el paisaje, sus ojos tropezaron con ¡Una mata de mangos cargadita junto a una quebrada! Así, que muy contenta, Emiliana mitigó su hambre y apagó su sed.
Al fondo se alzaba el Avila, imponente y hermoso. Nunca lo había visto tan verde. Lo abrazaban unas nubecillas blancas. Buscó con la vista el Hotel Humboldt en la cima y no lo encontró. Parecía haberse esfumado. Luego anocheció y la envolvió la oscuridad, apenas aminorada por un farol lejano y tan triste como ella. De pronto, angustiada, pensó que sus padres la estarían buscando preocupados. Entonces se acordó que en el bolsillo trasero de su pantalón tenía el teléfono celular. ¿Cómo podía habérsele olvidado? Intentó llamar varias veces a su casa y a Carlos, su novio, para pedirles que la fueran a buscar, pero sólo el silencio respondió al otro lado del teléfono.
Su angustia aumentó ante su desesperada situación. Sintió frío y deseó estar en su casa con su mamá y sus hermanas esperando la llegada del padre. Trató de analizar su situación y recordó que antes de caer en la plaza, estaba estudiando en su cuarto para los exámenes de Administración de la Universidad Central. Esa mañana todavía se sentía muy dolida porque la noche anterior su papá le había recriminado por haber llegado muy tarde del cine con su novio. Ella comprendía que tenía razón, al preocuparse por la inseguridad reinante en la ciudad, pero ¿Hasta cuándo? Siempre lo mismo. Furiosa, por lo que consideró una injusticia de la vida ante tanto encierro, en ese momento deseó fervientemente que se produjera un cambio en su vida. Y fue entonces, cuando al cerrar los ojos para formular su deseo, sucedió todo el ajetreo que la llevó por la mañana a la plaza de esa pequeña ciudad. Al principio pensó que se trataba de una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento. Pero ahora constataba, con inmensa tristeza que enfrentaba una terrible realidad. Así que, agotada por los acontecimientos de la jornada y pensando que ya, cuando pudiera, buscaría en Google todo lo relacionado con las incógnitas de aquel misterioso viaje, se acostó, resignada, al pie de la mata de mangos. “¡Lástima que no traje mi cámara digital, lástima!” pensó antes de quedarse profundamente dormida.
Casi al alba, una leve tibieza despertó a Emiliana. Frente a ella se hallaba un muchacho moreno. Acababa de arroparla con una manta y la observaba curioso. Vestía liqui-liqui blanco y otra gruesa cobija de lana le cubría los hombros. El sostenía con fuerza las bridas de su caballo, que se movía inquieto con el peso de dos grandes cántaros metálicos que llevaba en el lomo. Cuando el chico vio que la joven se incorporó asustada, le dijo:
¬- Disculpe la falta de respeto, por despertarla, señorita, pero como hacía mucho frío me atreví a abrigarla. Me extrañó que estuviese dormida y descubierta a la intemperie. ¿Sabe? Se puede resfriar. –y añadió: - Si me lo permite, también le daré algo de comer, pues debe tener hambre. Traigo pan, queso y leche recién ordeñada; le hará bien comer un poco.
-¡Ay, sí, gracias, chamo, pues me muero de hambre. No he comido sino algunos mangos anoche. - Exclamó Emiliana, aliviada.
-Perdone también si la molesto con tantas preguntas, señorita, pero ¿Es que acaso se extravió? ¿No la estarán buscando sus padres? ¿Dónde vive? ¿La puedo llevar? ¿Y cómo es eso de que no ha comido sino mangos? – Preguntó el chico, mientras le ofrecía a Emiliana el alimento que le había prometido.
La joven no encontraba cómo contestar la avalancha de preguntas de su interlocutor, pues ni ella misma podía explicarse tan extraña situación.
- Pues la verdad es que salí de mi casa, y tratando de volver me perdí - contestó simplemente-. Luego, el cansancio me venció y como ves, me quedé dormida.
-Si lo desea, señorita, puedo para llevarla a su casa, espero que no le tenga miedo al animal. Si relincha es porque está nervioso, pero es manso. Sólo dígame dónde vive.
- De verdad muchas gracias por tu preocupación. Con gusto aceptaría tu ayuda, pues no le tengo miedo a tu caballo, que de paso es muy lindo, pero lamentablemente creo que no me puedes auxiliar, pues lo que yo busco es la estación del Metro de Capitolio para irme hasta la Estación de Altamira, pues vivo allí, en esa urbanización. – Le dijo mientras devoraba su inesperado y magnífico desayuno.
- Pues verá usted –contestó pensativo- ¿La estación del Metro de Capitolio? No, no la conozco, señorita. Debe ser nueva. Tampoco he oído hablar de Altamira. Además, casi no viajo en tranvía.
- ¿Ves, chamo que no me puedes ayudar? Agradezco muchísimo lo que has hecho por mí, preocupándote por mi bienestar, pero en cuanto a encontrar el camino de vuelta a casa, ya veré cómo me las ingenio para volver- dijo, resignada; y luego, añadió sonriéndole: - ¡Ah, disculpa! Me llamo Emiliana ¿Y tú?
- Mi nombre es José del Carmen, señorita, José del Carmen Martínez Alcántara, para servirla, dijo ofreciéndole la mano y quitándose el sombrero. Emiliana le extendió cordialmente la suya. “¡Qué ásperas, Dios mío!” pensó ella al estrechársela. En cambio él, se dijo que nunca había tocado unas manos más suaves.
Luego, cuando terminó de comer, Emiliana le devolvió a José del Carmen el plato y el pocillo de peltre y le preguntó:
-¿Cuánto te debo, chamo? Todo estaba riquísimo.
-¿Deberme? ¿A mí? ¡No, señorita, no me debe nada, no faltaba más!- contestó el chico sorprendido. ¡Cómo se le ocurre!- y bajó la cabeza, azorado.
- Pues la verdad, mil gracias por tu generosidad, José del Carmen, y por favor, vete tranquilo que ya encontraré la manera de volver, Dios mediante. Es cuestión de paciencia y fe.
- Lo que me preocupa es dejarla sola, pero tengo que entregar esta leche, pues si no, se daña. Lamento no poder ayudarla, señorita Emiliana.- Y acercándose añadió conmovido: - Bueno, entonces no me queda más que desearle suerte y que vaya con Dios. Con el permiso me retiro. Que tenga un buen día- dijo el chico apesadumbrado.
Entonces sucedió lo inesperado: la chica se le acercó y lo abrazó fuertemente, mientras le decía:
-Gracias, gracias, otra vez gracias, chamo. Que Dios te cuide, José del Carmen.
Y así el chico, azorado por el abrazo de la joven, arreó la bestia con su pesada carga y se alejó. Emiliana lo vio perderse por las callejuelas tortuosas esa fría mañana pueblerina. ¡Lástima que el chico se había ido! Le hubiera gustado disfrutar más tiempo su compañía. Entonces, sintiéndose más sola que nunca, trató de pensar cómo volver a casa, pero no encontrando la forma de hacerlo, levantó los ojos al cielo e imploró a Dios Su Divina ayuda.
José del Carmen inició su trabajo esa mañana con ánimo diferente. Después de aquel abrazo, pensó que algo suyo se había quedado con la mujer más bonita que había visto en su vida. Era hermosamente impúdica. Parecía salida de un cuadro del Antiguo Testamento, de un museo: una Salomé. ¡Cómo le hubiera gustado quedarse acompañándola, protegiéndola. Se veía tan indefensa la chica! ¡Qué mujer tan linda, Dios mío, ojalá la vuelva a ver!”. Y la figura de Emiliana iluminó su día. Una vez terminado el reparto de leche, regresó a la finca de su padre, en Galipán. Cuando llegó a su casa, cansado como estaba, se dejó caer pesadamente en la cama. Repasó mentalmente los acontecimientos de la mañana y nuevamente deseó que ocurriera un cambio en su vida. Quería conocer otros lugares, otra gente, y quizás otra chica como la que había conocido esa mañana. Y sucedió que en el mismo momento en el que formulaba su deseo, empezó a escuchar unos ruidos muy fuertes semejantes a truenos y súbitamente un agujero inmensamente grande se abrió en el techo de la habitación y lo succionó, llevándoselo con la fuerza de un tornado lejos, muy lejos. José del Carmen giraba sobre sí mismo dentro de un túnel cobrizo. Sentía que le faltaba el oxígeno. Pensó por un momento que perdería la conciencia debido a la presión del aire contra su cuerpo. No supo cuánto duró tan extraña sensación. Sólo su violenta caída sobre la copa de un árbol le indicó el fin del aparatoso e insólito viaje.
Un policía, que lo miraba atónito, enredado entre el tronco y las ramas, se le acercó y lo increpó:
-¡Epa, jovencito! ¿Qué hacía usted en ese árbol? ¿No sabe que aquí está prohibido subirse a ellos? – Luego de la amonestación le ordenó bajar inmediatamente. A medida que el joven se le acercaba, el policía, observándolo detenidamente, le dijo:
- ¡Pero, no faltaba más, esto es el colmo, si ni siquiera es un adolescente, sino un hombre hecho y derecho! ¡Hágame el favor de darme su documentación!
- ¿Cuál documentación, señor? - preguntó José del Carmen, sorprendido.
¡Vamos! No se haga el loco, deme su cédula de identidad- ordenó nuevamente el agente.
El muchacho no sabía qué hacer: no entendía nada.
Antes de que José del Carmen, pudiera contestar palabra, una mujer, se acercó llorando al policía y tomándolo del brazo le dijo:
- ¡Ay, Ay, Dios mío! Haga algo, señor agente, ese desgraciado se llevó mi cartera con mi quincena y todo. ¡Perro! ¡Desgraciado! Alcáncelo, allá va, echó a correr hacia la esquina.
Quizás más aturdido por lo sucedido con el policía, que lo dejó libre por atender la necesidad de la señora que por el extraño viaje y la caída en el árbol, José del Carmen se sentó en un banco de la plaza tratando de reconocer dónde se encontraba. Como el gentío que pasaba por el lugar no lo dejaba ver, la duda de dónde se hallaba persistía. Entonces le preguntó a una señora que pasaba a su lado:
- Por favor ¿me puede decir donde estoy?
- ¿Cómo que dónde estás, jovencito?... Pues en la Plaza Bolívar ¿No lo estás viendo?-
- No, no. Esta no puede ser la Plaza Bolívar, señora.
- Entonces si ésta no es ¿Cuál es entonces, muchacho, se puede saber? ¿La Plaza de las Tres Gracias? – preguntó riéndose mientras se perdía entre la muchedumbre.
José del Carmen observó detenidamente plaza. Efectivamente, la estatua ecuestre del Libertador se lo recordó. Sólo que la gente era diferente, no era la que él estaba acostumbrado a ver. El ambiente era otro. Nadie llevaba sombrero y tampoco bastón; sólo algunos llevaban paraguas. Notó que las mujeres iban casi desnudas con vestidos cortísimos, otras usaban pantalones como los que llevaba esa mañana Emiliana. Muchos hablaban solos pegando a sus orejas algo parecido a un auricular telefónico, pero sin aparato. Tanto en la plaza como en las calles el ruido era ensordecedor. En varias tiendas a la vez se escuchaba música; nunca había visto tanta gente junta caminando, ni el los desfiles militares. Tampoco podía creer lo que veía: extraños automóviles grandes y pequeños pegados unos a los otros, casi sin avanzar. “¡Todo esto es una locura, Dios mío!” pensó angustiado mientras caminaba de un lado a otro con los ojos desorbitados.
Buscó desesperadamente el Avila, pero no pudo ver la montaña completa al norte, pues la tapaban inmensos edificios. Se fue más hacia el norte y entonces pudo verla mejor, pero muy maltratada. Su tamaño parecía reducido y atravesado por cables y torres metálicas. Una inmensa raya horizontal la cruzaba de oeste a este disminuyendo su belleza. Además lucía gigantescos zarpazos ¿Quién la había herido de esa forma? ¿Y qué era aquello que se asomaba en la cima, Dios mío? Parecía uno de esos cilindros de juguete que tuvo cuando era un niño. ¡No podía creerlo! Y... ¿Cómo habían hecho para colocarlo allá arriba? Se preguntaba confundido. Gruesas gotas de sudor resbalaban por frente. Se llevó las manos a la cabeza pues parecía próxima a estallarle. Jadeaba. Deambuló un rato más por la plaza, tratando de poner en orden sus pensamientos y encontrar la forma de volver a casa.
El reloj de la Catedral dio en ese momento cinco campanadas. Nubes grises y apretadas como rebaños se desplazaban lentamente, hacia el Oeste. Comenzó a lloviznar. Un trueno partió en dos la tarde bulliciosa. La lluvia arreció y José del Carmen corrió por las calles atestadas de gente y de paraguas. Finalmente, se guareció en un edificio y esperó a que escampara. Cuando amainó José del Carmen apuró el paso, pues ya caía la noche. Quería volver a casa. Era muy tarde ya y sus pobres viejos debían estar muy preocupados por su ausencia. Entonces le preguntó a un señor que venía en sentido contrario al suyo:
-Buenas tardes, señor. Por favor ¿Me puede indicar dónde puedo tomar el tranvía?
-No, hijo- le contestó el transeúnte- Usted debe ser extranjero. Hace mucho tiempo que tuvimos tranvías, pero ahora no. Aquí sólo tenemos el Metro y los autobuses como sistema de transporte público. Que tenga buenas tardes.
José del Carmen insistió en su búsqueda del tranvía, pero obtuvo siempre la misma respuesta: éste no existía en Caracas, sino el Metro y los autobuses. ¿No era ése el mismo que le había mencionado Emiliana esa mañana? Todo el mundo le sugería tomarlo, pero ¿Por qué hacerlo si lo que él necesitaba era el tranvía? – pensó ya malhumorado.
Declinaba la tarde y la ciudad se fue iluminando poco a poco hasta brillar totalmente. El joven se restregó los ojos, incrédulo ante tanta luz. “Seguro que se trata de un sueño” - se dijo asombrado al contemplar el inmenso joyero en el que se había convertido la ciudad. Observándolo todo, continuó su camino, ya sin rumbo fijo. Estaba hambriento, pero el cansancio lo rindió cuando se sentó a descansar, exhausto, en las escaleras de un edificio. Y allí mismo se quedó profundamente dormido, a pesar del bullicio, del humo de los automóviles y del frescor de la noche estrellada.

-¡Oye tú, muchacho! ¿Te encuentras bien? –
José del Carmen despertó sobresaltado al sentir que le tocaban el hombro y se sorprendió al ver una joven muy bonita inclinada sobre él. Tambaleando se puso de pie muy apenado, sin saber qué contestarle. Ella le explicó que trabajaba en el Banco Capital, justo donde él se había quedado dormido. La chica vestía pantalones, y llevaba el cabello rubio muy largo y alborotado. Le llamó la atención una pequeña rosa tatuada en el pecho.
- ¿Qué te pasó, chamo? – Continuó interrogándolo- ¿Eres nuevo en el Banco y madrugaste? No te he visto anteriormente- Luego añadió: - Ven, que ya están llegando los empleados, vamos a desayunarnos y me cuentas qué tipo de trabajo realizarás en el Banco. Pero esta vez invito yo. Ya lo harás tú con tu primera quincena. ¿Okey?
El muchacho, sorprendido, la siguió no encontrando cómo explicarle la situación en la que se encontraba. Sólo cuando ella mencionó lo del desayuno le dijo tímidamente:
-No se preocupe, señorita, yo tengo algo de dinero conmigo, sólo que…
-No seas tan protocolar, mi amor. No importa, la próxima vez pagas tú, no te enrolles, vale.
José del Carmen observaba de reojo a la joven, mientras caminaba a su lado. Era extrañamente desenvuelta y jovial. Tenía mucho parecido con Emiliana, no sabía en qué, pero lo tenía. De pronto él se proparó llevándose la mano a la cabeza.
-¿Qué te pasa, mi amor? ¿Te duele la cabeza al pensar en tus nuevas responsabilidades?
El muchacho la miró sin comprender le respondió tímidamente:
- No, no… lo que sucedió fue que me quedé dormido y no he comido nada. Yo…
- No te preocupes, –interrumpió ella - que eso nos pasa a todos al iniciar un trabajo nuevo: no pasamos bocado, sentimos mariposas en el estómago, nos duele la cabeza. Es el estrés, algo muy normal hoy en día. Pero dime ¿Cómo te llamas?
- José del Carmen Martínez Alcántara, para servirla. Luego, sonriendo nerviosamente le preguntó:
- ¿Y usted? ¿Cuál es su gracia, señorita?
- ¿Mi gracia? ¡Ay mi amor, tengo muchas! –contestó riendo- No, ahora en serio, vale. Me llamo Andrea Ziegler Gil pero, por favor, no me trates de usted, chico, bueno, a menos que seas andino y si no, insisto en que eres muy protocolar, chamo. Y ahora, volviendo al tema del trabajo ¿En qué Departamento vas a trabajar? ¿Crédito y Cobranzas, Plazo Fijo, Recursos Humanos? -
Confundido con el "mi amor", escuchado ya el día anterior en boca de Emiliana, le contestó: -Señorita, no se a qué se refiere, pues yo trabajo con mi padre en la finquita que tenemos cerca en Galipán en el cerro, en el Avila.
- ¿Tienen una finca en el cerro? ¿Y no está prohibido construir en los Parques Nacionales?
- No, señorita, son tierras de mi padre; él las heredó de mi abuelo. Contestó extrañado.
Considerándolo una broma, la muchacha cambió de tema y apuró el paso.
-Bueno, no importa, como sea. Sólo era una observación. Ahora apurémosnos, pues voy a una charla sobre Inflación y no me la puedo perder, pues es mi jefe quien la dará y tengo que ayudarlo. ¡Uf! Necesito un café, bien cargado para espabilarme.
Entonces el muchacho recordó que el último café que él se había tomado, había sido el día anterior en casa de una de las marchantes, antes de regresar a la finca.
Luego de caminar dos cuadras la chica y él llegaron a un restaurante con mesas de mimbre; había mucha gente. Se sentaron a una mesa, vino un mesero y la chica ordenó dos desayunos. Comieron casi en silencio. La muchacha lo hacía de prisa, él, a pesar del hambre, lo hacía con cierta parsimonia. Súbitamente, ella miró su reloj pulsera y terminó de tomarse rápidamente el último sorbo de café.
-¡Ay, Dios mío, se me hace tarde, ya va comenzar la conferencia! Hasta luego, José del Carmen. – le dijo, mientras tomaba la cartera para irse – Y añadió compungida, mientras se limpiaba la boca con la servilleta: - Oye, lo siento, te dije que te invitaba vale, pero ya es muy tarde y tengo que irme. Paga tú esta vez, por favor. La próxima vez te invito yo - y acompañó la súplica con un beso. Luego, corriendo, desapareció rápidamente por la puerta del establecimiento.
Cuando el chico terminó de comer, se le acercó el mesonero y le preguntó si iba a ordenar algo más, pero José del Carmen negó con la cabeza tal posibilidad, por lo que minutos más tarde regresó el mesonero con la cuenta. Como viera que el joven luego de hurgar en su bolsillo, colocara sobre la mesa sólo algunas monedas de plata, el mozo esbozó una sonrisa forzada y le dijo:
- Mire, señor, si no tiene suficiente efectivo puede pagar con tarjeta de débito o de crédito. ¡No hay ningún problema!
 

Puertas, postigos y bisagras vuelan por el espacio sideral envueltos en sustancias cósmicas y brillantes fluidos interestelares que semejan algodones de azúcar con hilos color melcocha. Magnífica visión que el ozono de la estratosfera absorbe goloso. Se ilumina el Universo y todo vuelve a la calma. Dos jóvenes despiertan a sus propias realidades, atesorándolas como lo hacían en la infancia con aquellos juguetes mágicos, celestiales que por Navidades, recibían de manos del Niño Jesús y de Santa Claus.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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