viernes, 28 de octubre de 2011

EL VENDAVAL



CUENTO ENVIADO AL 4o. CERTAMEN LITERARIO PEPE FUERA DE BORDA. BUENOS AIRES, ARGENTINA. 2007 www.pfdb.com.ar . CORRESPONDE A LA OTRA PARTE DE "MI AMIGO EL MARINO". FOTO TOMADA DE LA WEB.
                                                                    
                                                                                                       
    El crucero en el que viajo con mi mujer y mis hijos, dentro de poco atracará en el Puerto de La Guaira. Prometí a Charles y a Mary Ann este viaje, si cumplían a satisfacción con su año escolar. Ellos todavía duermen, mientras yo observo el maravilloso espectáculo  del amanecer. Ante la cercanía de la costa, mi mente viaja a muchos más nudos que esta nave, y me transporta a la primera vez que visité el Litoral Central venezolano.
     Había terminado ya mis estudios en la U.S. Merchant Marine Academy cuando comencé a trabajar en la Merchant Marine Line. Ostentaba orgullosamente  el cargo de Oficial en Entrenamiento del Nautilus. Realizamos varios viajes por diferentes puertos de los Estados Unidos, y luego, también en el Nautilus, zarpamos rumbo a varios países latinoamericanos.
   El viernes siguiente  a nuestro arribo al puerto de La Guaira, una vez finalizados los operativos de descarga y carga de la mercancía,  los oficiales y subalternos obtuvimos la licencia de fin de semana para irnos a tierra firme. Solamente quedó a bordo el personal de guardia. Por instrucciones expresas del Capitán, se ordenó a la tripulación abordar de nuevo el barco, el domingo a las 5:00 p.m. Zarparíamos al amanecer del día lunes.
Una vez en mi camarote me preparé para la gran farra del fin de semana. Canté en el baño, mientras me duchaba, me afeitaba y me vestía. Ya, frente al espejo, pasé revista a mi uniforme y a mi aspecto, en general.  Quedé satisfecho y dispuesto para la conquista.  En medio de bromas alusivas a nuestra obligada abstinencia, salí con mis compañeros a recorrer los bares y discotecas de la pequeña ciudad portuaria. Las mujeres venezolanas tenían fama de ser muy hermosas. Yo anhelaba  conocerlas y disfrutar de su compañía. Quizás alguna chica linda y divertida, me regalara su tiempo y sus encantos como premio al gran estrés producido por el trabajo y las interminables guardias cubiertas en alta mar.  Yo no la defraudaría; no me consideraba un tipo engreído, pero casi nunca había quedado mal parado en mis abordajes amorosos.  Y tuve suerte, pues en “Le Chat Noir”, una de las discotecas guaireñas, conocí a una hermosa morena con la que bailé toda la noche. Recuerdo que olía a jazmín y a canela. Compartí con ella, tragos, besos y también su cama, en medio de una desenfrenada e incontrolable pasión.  
    De pronto, desperté sobresaltado separándome del abrazo de mi compañera. Miré el reloj: eran las 6:10 a.m. del día lunes. Me sobrecogió la angustia y, rápidamente, me trasladé al puerto. El  Nautilus hacía ya dos  horas que había zarpado. En mi apasionado fin de semana había olvidado por completo la orden del capitán.
    Ante mi nueva realidad, me movilicé de un extremo al otro del terminal portuario para tratar  de embarcarme esa misma mañana, si era posible, en cualquier nave, rumbo a los Estados Unidos. Recorrí la hilera de buques mercantes en puerto con bandera estadounidense, pero no vi ninguna. Entonces decidí presentarme ante la Capitanía de Puerto. Allí expuse mi difícil situación, pero me pidieron  comunicarme nuevamente con ellos en horas de la tarde. Estudiarían mi caso. Entonces, ya en el muelle, y bajo el inclemente sol tropical, decidí buscar  un hotel cercano. Alquilé una habitación y permanecí  en ella un buen rato, mientras organizaba mis ideas. No dejaba de reprocharme mi enorme irresponsabilidad. Visualizaba al Nautilus, ahora en plena marcha,  e imaginaba la reacción del Capitán Thunder al notar mi ausencia.  Estaba seguro de que me despedirían. Tal certeza me mortificaba, y llegué a la conclusión de que, realmente, como decían, había echado mi carrera por la borda. Mi angustia iba en aumento esa tarde, por lo que telefoneé  varias veces a  la Capitanía de Puerto, hasta que logré comunicarme. Les repetí  mi situación, pero no fue fácil convencerlos. Entonces, después de una larga espera, me informaron que un barco de carga zarparía el  miércoles de esa semana para Nueva Orleans, pero todavía no era seguro que pudiese  abordarlo. Por esta razón debía presentarme a la mañana  siguiente muy temprano, a gestionar  el permiso de navegación en ése u otro barco con destino a los Estados Unidos. Y fue así como ya, un poco más tranquilo,  decidí  comer algo y salir a ventilarme un poco. Le pedí al mesonero que me indicara algún lugar agradable adónde ir. Me habló de Macuto, un concurrido balneario vecino. Tomé un taxi y allá me dirigí. Me sorprendió la belleza de la playa  rodeada de palmeras, y, a esa hora de la tarde, todavía poblada de bañistas. Era todo mar, sol, arena. Me senté junto a una de las mesitas ubicadas en el malecón, bajo la sombra de los almendrones.  Pedí una cerveza. Me la tomé a grandes sorbos y ordené una segunda jarra. Mientras, con una mirada  interrogante, escudriñaba la inmensidad.  
    De pronto, sentí que no estaba solo. Detrás de un árbol, muy cerca de mi mesa, una chiquilla me observaba. No tendría más de doce años. Sus grandes ojos negros se fijaban en mí, curiosos. Le sonreí, y ella  se escondió, al verse descubierta. Continué tomando mi cerveza. Entonces  la chica  asomó nuevamente la cabeza y, esta vez, la saludé:
 - ¡Hola, niña! ¿Cómo te llamas?
    Ella se sobresaltó, cuando le hablé, pero luego observé cómo, tímidamente, fue  acercándose hasta decir en voz muy  baja:
 -María.
-Tienes un lindo nombre. – le dije mientras la invitaba a tomarse un refresco y  me  paraba para ofrecerle una silla.
            Por toda respuesta se quedó mirándome de reojo, mientras metía las manos en los bolsillos del pantalón. Luego de dudarlo un momento, decidió aceptar y ocupó la silla vecina a la mía. Ella pidió una coca cola, y yo la acompañé con otra.
-¿Qué edad tienes? – le pregunté.
-En marzo cumplí doce ¿Y tú?
- Veintidós. Ya soy un viejo - contesté riendo, y ambos celebramos la broma.
 Le dije que  mi nombre era Rudy Kenneth, y que había nacido en Los Angeles, California. Le conté  también que me había dejado el barco, porque me había quedado dormido. María me escuchaba atentamente, con una seriedad  no muy común en una niña de su edad.  
 -¿Y cómo vas a volver a los Estados Unidos? – me preguntó con  repentino interés.
-Ya he ido a la Capitanía de Puerto para solicitar mi regreso a los Estados Unidos en un barco de carga, pero todavía no es seguro. Debo volver mañana para confirmarlo.
- ¡Qué buena idea! Seguro que allí te ayudarán – dijo regalándome una sonrisa. Luego hablamos de nuestras familias. Yo le mostré una foto  mía tomada en el jardín de mi casa, junto a mis padres y a mi perro, Hurricane. Ella me dijo que el próximo año comenzaría el bachillerato en el colegio de las monjas. Me contó también acerca de su gusto por la lectura y su afición a escribir. Luego, añadió orgullosa que ya había comenzado una novela.
 - ¿Tan joven y ya eres escritora?  - pregunté sorprendido.
 - No te extrañes – contestó riendo- tengo amigos que son buenos con los números o en sus estudios de piano. Yo no tengo esas habilidades –dijo haciendo un gracioso gesto- pero, en cambio, creo no ser mala en castellano. A veces hago trueque en el colegio: cambio composiciones por clases de matemática.
De pronto, la chica interrumpió la conversación cuando oyó que la llamaban, y  rápidamente se puso de pie.
- ¡Es mi tía! Creo que ya regresamos al hotel.  Debo irme – agregó nerviosa-. Luego, me agradeció  las atenciones que tuve para con ella, y se marchó de prisa.
      Yo deseaba continuar conversando con esa muchachita inquieta y dulce, que me había hecho olvidar mis preocupaciones. Por eso, temiendo no volver a verla, me paré rápidamente y  le dije:
  - Espera, espera  un momento, María ¿Vienes otra vez mañana?
  Sonrió alegremente y me contestó:
 - ¡Sí, sí! Venimos todas las tardes a pasear por el malecón.
 - ¿Entonces te espero aquí, en esta misma mesa, mañana a las tres?
 - ¡Claro que sí! – aseguró-. Aquí estaré sin falta.
 Luego, despidiéndose con un gesto de la mano, se perdió entre las mesas de la terraza.
Me quedé todavía un buen rato en el malecón, pensando en la agradable compañía de la chica, que dentro de poco se convertiría en una hermosa mujer.
Estuve puntualmente en el mismo sitio de la tarde anterior. Le llevaba unos  chocolates a mi amiga. Esperaba verla aparecer de un momento a otro. Había mucha gente.  Eran las vacaciones escolares, y María me  había contado que estaba con su familia en uno de los hoteles cercanos a la playa. Pedí un café, y luego otro. Casi a las cuatro, cuando ya comenzaba a pensar que María no vendría,  la vi aparecer zigzagueando entre los temporadistas.  Lucía radiante con su minifalda y su cartera al hombro. Noté que tenía  lindas piernas.
-¡Qué bonita estás!-  le dije sin poder contenerme. Ella, sonrojándose, me agradeció el piropo, y yo le obsequié los dulces. Luego, conversamos e hicimos varios juegos. Merendamos pasteles y refrescos. No olvidé tampoco darle la buena nueva de mi regreso a los Estados Unidos.  Así que le dije, muy contento, mientras tomaba mi coca cola:
-¡Te tengo una noticia, María!  Esta mañana hablé con el capitán del  “Caribe”,  un barco de carga que va mañana a Nueva Orleans y me permitió viajar a bordo.
- ¡Ah, es cierto! Tienes que regresar a los Estados Unidos… ¿Pero, tienes que irte mañana? ¿Tan pronto? - me preguntó con tristeza, mientras saboreaba  uno de los bombones.
- Así es, debo embarcarme mañana, no puedo quedarme más, –respondí, mientras observaba  su rostro, repentinamente ensombrecido.
- ¿Y piensas volver algún día? – preguntó mirándome a los ojos.
- ¡Claro que regresaré! Y cuando te vuelva a ver, no te reconoceré: serás ya una señorita muy alta, casi tan alta como  yo.
La muchacha intentó decirme algo, pero, repentinamente, se quedó callada y pensativa. Yo acerqué mi silla a la suya, preguntándole el motivo de su silencio.
- Lo que pasa, Rudy, es que cuando eso ocurra va a pasar mucho tiempo, y me da tristeza que te vayas – dijo mirándome-. Nunca había tenido un amigo como tú: un  marino. Nunca. – Repitió bajando la cabeza. 
Recuerdo que al consolarla le prometí que le enviaría una postal. Yo no la olvidaría, le dije, y para cumplir con lo ofrecido, le pedí su dirección. Además, le regalé la foto que le había mostrado el día anterior. Luego, continuamos conversando alegremente, pero confieso que al despedirme, algo mío se quedó con ella.
Cuando llegué a Nueva Orleans, le mandé una linda postal del Mississippi con mi agradecimiento por haber disipado esa tarde mi melancolía. María y yo nos escribíamos esporádicamente durante el año, pero siempre por  Navidad.  
Tres años más tarde, me anunció que se había mudado, y me anotó  su nueva dirección en el reverso de una magnífica foto suya en la playa. ¡Se había convertido en una hermosísima jovencita! Por aquel entonces yo había comenzado a trabajar en una compañía de tanqueros que transportaba crudo entre los  Estados Unidos y Alaska, y, por esta razón también había cambiado de domicilio.

Otra foto de la misma época

Una noche me encontraba cubriendo mi guardia en cubierta del buque/tanquero Independence.  Repentinamente,  en un momento de nostalgia, saqué de mi cartera la foto de María; la contemplé un buen rato, prometiéndome ir a visitarla en mis próximas vacaciones.  De pronto, comenzó a soplar el viento y grandes nubarrones rojizos se desplazaron sobre el buque. Momentos después, se desató la tormenta. La nieve comenzó a caer con fuerza. El tanquero, a pesar de ir cargado, se movía  mucho.  Intenté caminar hacia proa, pero las ráfagas heladas  me lo impidieron, haciéndome retroceder varios metros. Esta situación se repitió en cada nuevo intento de avance. Por último, mientras caminaba dando tumbos por la superficie resbaladiza, un fuerte ventarrón me empujó contra el piso, arrancándome de las manos el retrato de María. Traté de atraparlo como pude, pero no  lo logré. Entonces, para mi desesperación, vi cómo el viento se llevaba la fotografía, para luego dejarla caer en las congeladas aguas del océano.
Este triste acontecimiento truncó, por supuesto, mis propósitos de ir visitar a la chica que, sentimentalmente, había significado tanto para mí. Pero, pasó el tiempo y conocí a Debbie. Sin embargo, muchas veces me he preguntado, y aún más ahora, cuando observo la proximidad de la costa venezolana,  cómo hubiera sido mi vida, si  el vendaval no se hubiese llevado para siempre, la imagen de mi amiga, María.
































Y SE OLVIDARON DE LA SEGURIDAD DIVINA


Ilustración de la Web
El colegio del Manto Protector se alzaba majestuoso en la cima de la colina más alta del sector. Elegante y gris en su altura moderada de cinco pisos coronados por un techo de pizarra  a dos aguas verde oscuro, rodeado de pinos. El instituto albergaba chicas adolescentes - internas y externas- estudiantes de secundaria. Al otro lado de la calle, una hilera de frondosos cujíes negros dejaba ver, entre el follaje, sus filosas y largas espinas.
     Muy cerca del plantel, en una de las calles adyacentes, se construía un edificio. Los obreros trabajaban con las mezcladoras de cemento, la instalación de las cabillas y picando piedras para la construcción de un muro. En este último grupo  se encontraban tres jóvenes con el torso desnudo a pleno sol. Descansaban a ratos y luego, y volvían a la tarea, hasta que a mediodía sonó el pito que llamaba a la pausa para almorzar.
    Ese día los picapedreros, como de costumbre, se reunieron para comer juntos y entre las pausas que les permitía el almuerzo, comentaban los problemas del trabajo y de la paga.   Sus edades oscilaban entre los veinte y los veinticinco años. El mayor era rubio, más bien gordo; el que le seguía, en edad, un muchacho pelirrojo, pecoso y flaco, y el tercero, aparentemente el menor, era un chico alto y moreno.
     Luego del almuerzo, mientras esperaban el nuevo pitazo que los llamara a sus tareas, cada uno  de ellos recordaba sus aventuras y se jactaba del abundante número de mujeres que había tenido en su vida. Sonoras carcajadas acompañaban los gestos insolentes de los jóvenes mientras alardeaban de su virilidad. Luego, la conversación se desvió hacia  las chicas del colegio, a quienes habían visto pasar camino del instituto. ¡Unas verdaderas bellezas! Recordaban también la noche que habían visto con un largavistas a las internas en el dormitorio, cuando les había tocado montar la guardia nocturna en la obra en construcción. Entonces decidieron ir más allá. Y, fue así como ese mediodía  echaron a la suerte, con una botella, el turno de visitas que harían a las muchachas para sorprenderlas-  durante la noche o en el transcurso del día- con sus respectivos atributos masculinos. Entonces, observaron ansiosos el giro del envase, que en  dos vueltas determinó el orden de estas visitas: el rubio sería el primero, el pelirrojo el segundo. El moreno ya sabía que sería el último. Les tomó varios días planificar, sobre todo, cómo burlar la vigilancia nocturna del colegio, saltar el muro, y llegar hasta las ventanas del dormitorio de las chicas. Nada ni nadie los podría detener.
     Una semana más tarde,  ya casi  a la medianoche, las alumnas  dormían. Las camas  formaban dos  hileras hasta el fondo del largo aposento. De pronto, se oyó un grito al fondo de la habitación. Una chica, que dormía justo bajo la ventana que daba al jardín, se levantó  gritando,  y le contó horrorizada a la monja supervisora, que había visto el rostro  desfigurado de un hombre a través del vidrio de la ventana.

Ilustración: Web
 La Hermana Teresa, simpática monjita, quien la mayoría de las veces trataba de tomar las dificultades de los demás con relativa calma,  al escuchar el nervioso relato de la chica, creyó que se trataba de una pesadilla, sólo eso, y procedió a calmarla trayéndole un vaso de agua azucarada; pero la muchacha insistía en que la visión había sido real, y aseguró que, además, el hombre la veía riéndose a carcajadas, como un loco. Entonces, en vista de que la agitación de la chica continuaba, la religiosa, ya realmente asustada,  decidió llamar a la Madre Superiora para ponerla al corriente de la  grave situación. La Directora, después de escuchar lo acontecido, y para evitar más angustias entre las chicas, despiertas por el repentino grito de su compañera, ordenó que esa misma noche, y durante una semana, la cama próxima a la ventana la ocuparía la propia Hermana Teresa y no la chica. La monjita, muy nerviosa,  acató obediente la orden de su superiora.
     -Así haremos –repitió la mayor de las monjas- hasta que todo se aclare; quizás solamente se trate de un mal sueño…
     -Disculpe, Madre Superiora - interrumpió, aún llorosa la chica que había denunciado el hecho- pero ya le dije a Hermana Teresa que no fue una pesadilla. Lo que justamente me despertó fue un ruido cerca de mi cama, y fue entonces cuando vi al hombre  a través del vidrio de la ventana.
     -Bueno, bueno, Carlita, calma, por favor, calma. ¡Vuelvan todas a la cama! – dijo la monja, dirigiéndose a las demás chicas. - Ya veremos qué medidas inmediatas tomaremos –continuó- pero, por favor, vayan a dormir, que mañana temprano hay que ir a clases. Buenas noches. ¡Viva María!
     -¡Viva Jesús, Madre Superiora!- contestó el asustado coro.
    
      Esa misma noche los vigilantes revisaron el jardín que rodeaba el colegio, y no encontraron nada que revelara la desagradable visita del fisgón. Y así, en medio de una relativa calma pasaron los días. Pero una noche lluviosa, entre truenos y relámpagos, se repitió la historia. Era más de medianoche y Sor Teresa no podía dormir, pues le tenía miedo a los truenos y a los relámpagos que iluminaban de manera fantasmal el largo dormitorio. Entonces amainó la lluvia y Sor Teresa, más tranquila, intentó conciliar de nuevo el sueño, pero al tratar de hacerlo, sintió un ruido extraño y repetido que la inquietó. Parecía venir de afuera, del jardín. Entonces,  se asomó por la ventana cercana a su lecho y al hacerlo, se encontró frente a sí la cara sudorosa y jadeante de un hombre a través del vidrio. Alarmada, corrió por el dormitorio, tratando de no despertar a las chicas, e informó a la Hermana Superiora de lo sucedido, quien a su vez, ordenó que  se encendieran los reflectores del plantel. Llamaron también a la policía. Esta tardó en llegar y, cuando, al fin  la patrulla subía la colina, uno de los agentes le preguntó a un   chico que bajaba por la acera si había visto un sádico por las cercanías del colegio. Por toda respuesta, el hombre hizo un gesto de asombro, negó con la cabeza y continuó  su camino,  perdiéndose calle abajo en medio de la oscuridad.
     Al día siguiente se prendió la alarma entre las aterradas monjas, cuando conocieron la noticia. El testimonio de que la monja no mentía –si es que acaso existía alguna duda- se reveló cuando Sor Teresa, al hacer la cama, encontró un preservativo anudado, sobre su manta. Ante tal fechoría, la Directiva del Colegio  y los  Padres y Maestros, en Asamblea Extraordinaria, decidieron tomar altas medidas de seguridad en beneficio tanto de las niñas, como de las monjas del instituto. Entonces, se procedió a electrificar los bordes del muro que rodeaba el colegio; montar un sistema de circuito cerrado de televisión, y redoblar la vigilancia día y noche. A raíz de estas medidas, todo volvió a la normalidad... pero no por mucho tiempo.
     Algunos días después  un joven volvió a aparecer en el escenario. Era un chico moreno, alto y fornido, quien vistiendo jeans agujereados y apretada franela, dio varias vueltas por los alrededores del Colegio del Manto Protector. Luego, se acercándose a la caseta de vigilancia, saludó amablemente a los guardia, y preguntó por la hora de salida de las alumnas, alegando ser el hermano de una de ellas. Una vez obtenida la información que deseaba, cruzó la calle y se paró a la sombra de los cujíes,  esperando pacientemente la salida de las chicas.
     Cuando  ellas empezaron a salir, las voces y las risas juveniles llegaron hasta el joven, produciéndole inmenso placer. Luego,  se produjo un cambio en la cara del muchacho, quien presuroso se escondió entre los árboles. Observaba fijamente a las muchachas, mientras se bajaba el cierre de la bragueta. Sólo quería que, al pasar, ellas admiraran su virilidad, como lo hacían las jóvenes del barrio cuando las hacía suyas. Y lo haría de día, no de noche, como sus compañeros que habían entrado al colegio sin éxito alguno. Sabía que a muchas de ellas las buscarían sus padres, algunas se irían en el transporte escolar, pero otras siempre se marchaban a pie, y forzosamente tomaban la acera donde él se encontraba. ¡Qué placer mostrarles lo que era bueno! No debía ni podía fallar, como los otros; ¡Juraba por Dios que no! Y sucedió, que, al pensar en el seguro éxito de su viril demostración -¡A plena luz del día! -Entonces, al pensar en  el espectáculo que brindaría a las chicas,  empezó a moverse con voluptuosidad. Imaginaba la reacción de las estudiantes. Y fue tanta la fuerza que puso en prepararla, que tropezó con una piedra, resbaló y se fue rodando por el barranco, hasta que su robusta y semidesnuda humanidad se estrelló de frente ¡…contra un enorme y negro avispero incrustado en uno de los espinosos cujíes…!


Foto tomada de la Web





Caracas, 15 de noviembre de 2011



jueves, 27 de octubre de 2011

MI AMIGO, EL MARINO




Ilustración:www.pfdb.com.ar
Certamen de Cuentos PFDB 2004. Buenos Aires,
Argentina.
   Esa tarde, toda sol, mar, arena y retozos de mis niños en la playa, fueron propicios para un viaje en el tiempo. El olor dulzón del protector solar, los mapas de arena dibujados en mi cuerpo y la mesa amarilla con el quitasol blanco, se convirtieron en mis medios de transporte hacia el pasado…
   Tenía yo casi doce años. Mi familia se había movilizado en pleno para pasar las vacaciones de agosto en Macuto. Para mí esta temporada en la playa tenía un gran significado: quería decir baños antes del desayuno, paseos por el malecón, nuevas amistades; mar, sol, arena, como esa tarde de remembranzas.
   Desde pequeña siempre sentí inclinación por la lectura y por la compañía de la gente adulta, más que a la de los niños de mi edad. A ellos no les daba mucha importancia. Eran sólo niños; yo, en cambio, me sentía distinta porque gustaba de la compañía de aquellos que preferían la conversación a los juegos, o un libro a una pelota. Siempre escuché decir –y me halagaba- que era seria, aplicada, y, sobre todo, que representaba más edad de la que realmente tenía. Era diferente de las demás niñas y esa unicidad me gustaba, me hacía sentir adulta.
   Una tarde, paseaba con mi tía y sus amigas por el malecón. Era un atardecer hermoso, brillante. Las palmeras lucían halos plateados y el mar, en su inmensidad, parecía estático, inmóvil; y de un azul intenso que contrastaba con el más claro de la bóveda que lo cubría.
   A lo largo del malecón se encontraban diseminadas mesitas y sillas de diversos colores. El rumor del mar se confundía con el de las voces. Las madres daban órdenes, los niños lloraban, gritaban o reían.
Mis ojos se paseaban por todo, divertidos. De repente, una de aquellas mesas atrajo mi atención: un muchacho muy bien parecido, tenía ante sí dos jarras de cerveza; una llena y la otra casi vacía. La cabeza, a ratos la dejaba caer sobre los brazos apoyados en la mesa, luego, la levantaba para quedarse mirando fijamente el mar, casi como queriendo atravesar con sus ojos el horizonte.
Lo observé un rato, y vi que era sumamente rubio, a pesar de tener la piel tostada. Vestía de blanco y cubría su cabeza una gorra del mismo color, con visera negra y un escudo dorado. Sus ojos, profundamente azules, que no había visto antes, se fijaron en mí.
-¡Hola! – dijo sonriéndome -. ¿Cómo te llamas?
-María – contestó mi voz en un hilo. Estaba asustada, me había sorprendido observándole.
-María… María. Tienes un lindo nombre – me dijo.
Volvió su vista al mar, y luego, tristemente, reclinó un poco la cabeza. En aquel entonces no comprendí que había bebido un poco más de la cuenta.
-¿Te sientes mal? – le pregunté acercándome a él tímidamente.
Entonces, ante mi pregunta, soltó una carcajada sonora, limpia, que,  poco a poco, fue muriendo en su garganta. Luego, mirándome con simpatía añadió:
-No, no, María, me siento muy bien. Oye, siéntate. ¿No quieres tomarte un refresco?
Yo acepté de buena gana. Además, quería saber más de él, quería ser su amiga. Pedí una coca cola. El no pidió más cervezas.
-¿Y cómo te llamas tú?- pregunté mientras jugaba con los pitillos.
-Mi nombre es Rudy, Rudy Kenneth.
Ya me había dado cuenta que no hablaba como yo, ni como los demás: su acento era diferente.
-Y… ¿Dónde naciste?
-Nací en Los Angeles, California –explicó al mismo tiempo que colocaba sus manos bajo su cabeza y los pies en otra silla.
-En Estados Unidos ¿verdad?- comenté mientras repasaba mentalmente mi libro de geografía universal.
   -Sí, sí, María. Tienes que atravesar el mar para llegar allá –dijo mirando nuevamente el horizonte.
-¿Por qué estás tan triste?- indagué.
-Bueno… ¿Cómo te explico? – respondió rascándose la cabeza y posando luego su mano en la nuca.-. Sucede que anoche yo debía tomar mi barco, pero hubo una fiesta en el puerto; me quedé dormido,  y cuando desperté y corrí al muelle, ya el barco había zarpado. Se había ido, María. Ahora tengo que esperar a que otro barco vaya a  Estados Unidos.
-¿No sabes cuándo sale alguno?
-Me han dicho que probablemente mañana zarpe uno de carga. En ese caso debo hablar con el Capitán para que me permita embarcar.
Rudy, quien al hablar observaba el romper de las olas, volvió su mirada azul hacia mí y me dijo:
-María ¿Sabes que eres muy simpática? Dime, ¿Qué edad tienes?
-En marzo cumplo doce – dije en mi afán de parecer mayor.
-Bueno, eres casi una señorita. Yo tengo veintidós años – añadió, anticipándose a mi pregunta.
Yo quería continuar conversando, pero al escuchar que mi tía me llamaba, no sabiendo dónde estaba, me paré rápidamente y le dije:
-Me voy, Rudy. Seguramente tenemos que volver al hotel para la cena.
El se mordió los labios, frunció el ceño y luego, sonriéndome, preguntó:
-¿Vienes mañana otra vez?
-Sí, Rudy .Siempre venimos aquí por las tardes.
-María, escucha. Yo estaré en esta misma mesa mañana a las tres; si vienes, podemos seguir conversando.
Yo, turbada, le prometí estar allá al día siguiente. Había comenzado a sentirme distinta; el corazón me palpitaba con fuerza al recordar el encuentro de aquella tarde. Me había gustado el que me tomaran en cuenta, y sobre todo me había gustado él, con sus ojos azules un poco tristes y sus pecas en la nariz. Fue la primera vez que comencé a soñar. Recuerdo  que por la noche, si bien me costó bastante conciliar el sueño, al final, me arrulló la ilusión de verlo nuevamente.
Al otro día, no hice otra cosa más que ver el reloj grande del Lobby del hotel, y contar las horas que me separaban de las tres. El estar se encontraba  ubicado frente al malecón,  y desde la ventana podía ver la mesita blanca y amarilla, ahora vacía.
Me esmeré en mi arreglo personal, que consistía en tener bien puesta mi cola de caballo y en cepillarme tres, cuatro veces los dientes. Quizás estuviera pensando en mi fuero interno  que mi sonrisa resultaría más brillante…
A las tres, como había prometido, estaba Rudy en el malecón. Divisé su cabeza rubia desde el balcón de mi habitación, mientras apuraba a mis padres, que no entendían la prisa que yo tenía en salir de paseo.
Mi familia se había ubicado alrededor de una de las mesas del malecón, y yo, con el pretexto de ir en busca de una amiguita, llegué al lugar de mi primera cita.
-Qué linda luces, María!- exclamó Rudy al ver mi vestido. Creo que me sentí muy confundida, pues no encontré qué decir ni qué hacer. Me limité a brindarle una sonrisa.
-¿Sabes que tengo buenas noticias? Añadió  Rudy alegremente – logré hablar con el capitán de un barco de carga que va a New Orleans y  me dijo que mañana zarpa uno a las siete de la mañana.
-Yo le miré con tristeza. – Eso quiere decir que te vas ¿Verdad?
-Si, María. Me voy mañana.
-¿Vas a volver algún día?
-Sí, algún día vendré y entonces no te reconoceré: serás ya una señorita casi tan alta como yo.
Entonces, era yo quien no separaba mis ojos del horizonte azul.
-¿Qué te pasa, María? –preguntó Rudy mientras acercaba su silla a la mía.
-Nada, nada –dije suspirando, mientras esbozaba una sonrisa apretada – me da tristeza que te vayas, Rudy. Tengo amigos aquí, pero no son tan altos, ni viajan en barco como lo haces tú.
-Escucha, niña bonita, tienes que saber una cosa: cuando uno viaja, uno hace amigos, y eso no quiere decir que al regresar los va a olvidar. Mira, cuando llegue a Los Angeles te enviare una postal y así verás que yo no olvido a mis amigos. Además, creo que te gustaría saber que tienes uno que, como has dicho, viaja en barco y vive al otro lado del mar. ¿No te gusta la idea? – preguntó,  tomándome la barbilla. Yo asentí, sonriéndole.
-Conversamos mucho esa tarde. Rudy sacó una cartera y me mostró fotos suyas, de sus padres, de su casa y de su perro. Las guardó todas menos una.
-María, esta fotografía  mía es para ti, para que no olvides nunca al muchacho que una tarde viste triste porque había perdido su barco. ¿Ves? Aquí sonrío como lo hago ahora, porque me siento feliz. Recuerda siempre que una buena compañía basta para proporcionar felicidad, y tú me la has brindado.
En su cariñosa despedida, algo mío partía con él. Rudy tomó el barco de regreso a los Estados Unidos; yo volví a mi casa y al colegio. Guardé celosamente la fotografía en uno de los compartimientos de mi monedero. Estaba orgullosa de mi amistad con Rudy. A mis amigas les mostré su foto  y la tarjeta postal que recibí semanas más tarde desde Los Angeles. Esta servía de marcador en mi libro de geografía universal.

Pasó el tiempo, dos años, quizás. Un día eché de menos la fotografía. La había dejado en el bolsillo de mis blue jeans. Busqué el pantalón en el armario, en todas partes. Me enteré que lo habían echado en la lavadora, que  hacía rato trabajaba. Alarmada,  corrí hacia la máquina y la paré. El pánico me invadió; entonces, rápidamente, saqué el pantalón, que chorreaba agua y espuma. Desesperadamente, hurgué en los bolsillos, y sólo pude hallar trocitos blandos y escurridizos de lo que había sido la foto de Rudy. Recuerdo que lloré largo rato. Ya no podría verlo como acostumbraba cuando buscaba su compañía. Las despiadadas burbujas de jabón se habían llevado para siempre a mi amigo, el marino…