jueves, 27 de octubre de 2011

MI AMIGO, EL MARINO




Ilustración:www.pfdb.com.ar
Certamen de Cuentos PFDB 2004. Buenos Aires,
Argentina.
   Esa tarde, toda sol, mar, arena y retozos de mis niños en la playa, fueron propicios para un viaje en el tiempo. El olor dulzón del protector solar, los mapas de arena dibujados en mi cuerpo y la mesa amarilla con el quitasol blanco, se convirtieron en mis medios de transporte hacia el pasado…
   Tenía yo casi doce años. Mi familia se había movilizado en pleno para pasar las vacaciones de agosto en Macuto. Para mí esta temporada en la playa tenía un gran significado: quería decir baños antes del desayuno, paseos por el malecón, nuevas amistades; mar, sol, arena, como esa tarde de remembranzas.
   Desde pequeña siempre sentí inclinación por la lectura y por la compañía de la gente adulta, más que a la de los niños de mi edad. A ellos no les daba mucha importancia. Eran sólo niños; yo, en cambio, me sentía distinta porque gustaba de la compañía de aquellos que preferían la conversación a los juegos, o un libro a una pelota. Siempre escuché decir –y me halagaba- que era seria, aplicada, y, sobre todo, que representaba más edad de la que realmente tenía. Era diferente de las demás niñas y esa unicidad me gustaba, me hacía sentir adulta.
   Una tarde, paseaba con mi tía y sus amigas por el malecón. Era un atardecer hermoso, brillante. Las palmeras lucían halos plateados y el mar, en su inmensidad, parecía estático, inmóvil; y de un azul intenso que contrastaba con el más claro de la bóveda que lo cubría.
   A lo largo del malecón se encontraban diseminadas mesitas y sillas de diversos colores. El rumor del mar se confundía con el de las voces. Las madres daban órdenes, los niños lloraban, gritaban o reían.
Mis ojos se paseaban por todo, divertidos. De repente, una de aquellas mesas atrajo mi atención: un muchacho muy bien parecido, tenía ante sí dos jarras de cerveza; una llena y la otra casi vacía. La cabeza, a ratos la dejaba caer sobre los brazos apoyados en la mesa, luego, la levantaba para quedarse mirando fijamente el mar, casi como queriendo atravesar con sus ojos el horizonte.
Lo observé un rato, y vi que era sumamente rubio, a pesar de tener la piel tostada. Vestía de blanco y cubría su cabeza una gorra del mismo color, con visera negra y un escudo dorado. Sus ojos, profundamente azules, que no había visto antes, se fijaron en mí.
-¡Hola! – dijo sonriéndome -. ¿Cómo te llamas?
-María – contestó mi voz en un hilo. Estaba asustada, me había sorprendido observándole.
-María… María. Tienes un lindo nombre – me dijo.
Volvió su vista al mar, y luego, tristemente, reclinó un poco la cabeza. En aquel entonces no comprendí que había bebido un poco más de la cuenta.
-¿Te sientes mal? – le pregunté acercándome a él tímidamente.
Entonces, ante mi pregunta, soltó una carcajada sonora, limpia, que,  poco a poco, fue muriendo en su garganta. Luego, mirándome con simpatía añadió:
-No, no, María, me siento muy bien. Oye, siéntate. ¿No quieres tomarte un refresco?
Yo acepté de buena gana. Además, quería saber más de él, quería ser su amiga. Pedí una coca cola. El no pidió más cervezas.
-¿Y cómo te llamas tú?- pregunté mientras jugaba con los pitillos.
-Mi nombre es Rudy, Rudy Kenneth.
Ya me había dado cuenta que no hablaba como yo, ni como los demás: su acento era diferente.
-Y… ¿Dónde naciste?
-Nací en Los Angeles, California –explicó al mismo tiempo que colocaba sus manos bajo su cabeza y los pies en otra silla.
-En Estados Unidos ¿verdad?- comenté mientras repasaba mentalmente mi libro de geografía universal.
   -Sí, sí, María. Tienes que atravesar el mar para llegar allá –dijo mirando nuevamente el horizonte.
-¿Por qué estás tan triste?- indagué.
-Bueno… ¿Cómo te explico? – respondió rascándose la cabeza y posando luego su mano en la nuca.-. Sucede que anoche yo debía tomar mi barco, pero hubo una fiesta en el puerto; me quedé dormido,  y cuando desperté y corrí al muelle, ya el barco había zarpado. Se había ido, María. Ahora tengo que esperar a que otro barco vaya a  Estados Unidos.
-¿No sabes cuándo sale alguno?
-Me han dicho que probablemente mañana zarpe uno de carga. En ese caso debo hablar con el Capitán para que me permita embarcar.
Rudy, quien al hablar observaba el romper de las olas, volvió su mirada azul hacia mí y me dijo:
-María ¿Sabes que eres muy simpática? Dime, ¿Qué edad tienes?
-En marzo cumplo doce – dije en mi afán de parecer mayor.
-Bueno, eres casi una señorita. Yo tengo veintidós años – añadió, anticipándose a mi pregunta.
Yo quería continuar conversando, pero al escuchar que mi tía me llamaba, no sabiendo dónde estaba, me paré rápidamente y le dije:
-Me voy, Rudy. Seguramente tenemos que volver al hotel para la cena.
El se mordió los labios, frunció el ceño y luego, sonriéndome, preguntó:
-¿Vienes mañana otra vez?
-Sí, Rudy .Siempre venimos aquí por las tardes.
-María, escucha. Yo estaré en esta misma mesa mañana a las tres; si vienes, podemos seguir conversando.
Yo, turbada, le prometí estar allá al día siguiente. Había comenzado a sentirme distinta; el corazón me palpitaba con fuerza al recordar el encuentro de aquella tarde. Me había gustado el que me tomaran en cuenta, y sobre todo me había gustado él, con sus ojos azules un poco tristes y sus pecas en la nariz. Fue la primera vez que comencé a soñar. Recuerdo  que por la noche, si bien me costó bastante conciliar el sueño, al final, me arrulló la ilusión de verlo nuevamente.
Al otro día, no hice otra cosa más que ver el reloj grande del Lobby del hotel, y contar las horas que me separaban de las tres. El estar se encontraba  ubicado frente al malecón,  y desde la ventana podía ver la mesita blanca y amarilla, ahora vacía.
Me esmeré en mi arreglo personal, que consistía en tener bien puesta mi cola de caballo y en cepillarme tres, cuatro veces los dientes. Quizás estuviera pensando en mi fuero interno  que mi sonrisa resultaría más brillante…
A las tres, como había prometido, estaba Rudy en el malecón. Divisé su cabeza rubia desde el balcón de mi habitación, mientras apuraba a mis padres, que no entendían la prisa que yo tenía en salir de paseo.
Mi familia se había ubicado alrededor de una de las mesas del malecón, y yo, con el pretexto de ir en busca de una amiguita, llegué al lugar de mi primera cita.
-Qué linda luces, María!- exclamó Rudy al ver mi vestido. Creo que me sentí muy confundida, pues no encontré qué decir ni qué hacer. Me limité a brindarle una sonrisa.
-¿Sabes que tengo buenas noticias? Añadió  Rudy alegremente – logré hablar con el capitán de un barco de carga que va a New Orleans y  me dijo que mañana zarpa uno a las siete de la mañana.
-Yo le miré con tristeza. – Eso quiere decir que te vas ¿Verdad?
-Si, María. Me voy mañana.
-¿Vas a volver algún día?
-Sí, algún día vendré y entonces no te reconoceré: serás ya una señorita casi tan alta como yo.
Entonces, era yo quien no separaba mis ojos del horizonte azul.
-¿Qué te pasa, María? –preguntó Rudy mientras acercaba su silla a la mía.
-Nada, nada –dije suspirando, mientras esbozaba una sonrisa apretada – me da tristeza que te vayas, Rudy. Tengo amigos aquí, pero no son tan altos, ni viajan en barco como lo haces tú.
-Escucha, niña bonita, tienes que saber una cosa: cuando uno viaja, uno hace amigos, y eso no quiere decir que al regresar los va a olvidar. Mira, cuando llegue a Los Angeles te enviare una postal y así verás que yo no olvido a mis amigos. Además, creo que te gustaría saber que tienes uno que, como has dicho, viaja en barco y vive al otro lado del mar. ¿No te gusta la idea? – preguntó,  tomándome la barbilla. Yo asentí, sonriéndole.
-Conversamos mucho esa tarde. Rudy sacó una cartera y me mostró fotos suyas, de sus padres, de su casa y de su perro. Las guardó todas menos una.
-María, esta fotografía  mía es para ti, para que no olvides nunca al muchacho que una tarde viste triste porque había perdido su barco. ¿Ves? Aquí sonrío como lo hago ahora, porque me siento feliz. Recuerda siempre que una buena compañía basta para proporcionar felicidad, y tú me la has brindado.
En su cariñosa despedida, algo mío partía con él. Rudy tomó el barco de regreso a los Estados Unidos; yo volví a mi casa y al colegio. Guardé celosamente la fotografía en uno de los compartimientos de mi monedero. Estaba orgullosa de mi amistad con Rudy. A mis amigas les mostré su foto  y la tarjeta postal que recibí semanas más tarde desde Los Angeles. Esta servía de marcador en mi libro de geografía universal.

Pasó el tiempo, dos años, quizás. Un día eché de menos la fotografía. La había dejado en el bolsillo de mis blue jeans. Busqué el pantalón en el armario, en todas partes. Me enteré que lo habían echado en la lavadora, que  hacía rato trabajaba. Alarmada,  corrí hacia la máquina y la paré. El pánico me invadió; entonces, rápidamente, saqué el pantalón, que chorreaba agua y espuma. Desesperadamente, hurgué en los bolsillos, y sólo pude hallar trocitos blandos y escurridizos de lo que había sido la foto de Rudy. Recuerdo que lloré largo rato. Ya no podría verlo como acostumbraba cuando buscaba su compañía. Las despiadadas burbujas de jabón se habían llevado para siempre a mi amigo, el marino…























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