sábado, 31 de diciembre de 2011

LAS ANDANZAS DEL RECLUTA TORIBIO CUEVANEGRA



GUAYASAMIN (WEB)

     La escasez desplegaba su manto de miseria por todo el país. La prensa  comentaba cómo algunos  niños desnutridos habían tendido sus redes a los flamingos,  para atraparlos. Se alimentarían con  su carne roja, pues la blanca no existía ya en el pueblo. La cacería  y la pesca de ciertos animales como las garzas, las tortugas y otros representantes de la fauna nacional, que habitaban los  Parques Nacionales, estaba prohibida, pues iba en contra de las leyes  de preservación  de las especies  animales.  Sin embargo, el hambre es muy tozuda, y  la infancia,  sobretodo, no entiende ni de leyes ni de prohibiciones.  
     Mientras esto ocurría, el Poderoso, primera autoridad del país, veía con pasmosa indiferencia todo lo concerniente al hambre y al desempleo del pueblo. Para él y su séquito gubernamental la situación era otra. Regalaban al paladar con exquisiteces y caprichos gastronómicos propios de sultanes. Incluso, durante la visita de uno de los  pares  del Mandamás, y con el fin de adularle el paladar, el anfitrión, luego de  hacer investigar sus gustos gastronómicos, ordenó a uno de sus ad láteres que le entregara al chef  del palacio uno de los galápagos en vías de extinción  "¡Aunque estuviesen en tiempo de veda!"- vociferó.



     En cuanto al vestir, sus trajes eran diseñados por los mejores sastres y modistos internacionales, a la par que ostentaban costosas joyas. En cuanto a las viviendas; el lujo moraba en ellas y sus dueños poseían no sólo una sino varias, tanto en el continente como fuera de él. En resumidas cuentas, el dinero llenaba los bolsillos de quienes componían el tren de gobierno, pues no dejaban escapar ninguna oportunidad para hacer jugosos negocios en un país tan rico en diamantes, hierro, y minería en general. Así pues, que gobernaba la  irresponsabilidad,  y no había límites para la corrupción y tampoco para el despilfarro,  en el  afán del Poderoso de tratar de ganar adhesiones políticas y votos. Una revista especializada en el área económica publicó, incluso que el Mandamás era el segundo hombre más rico del Mundo.
              “La Abundancia”, antigua fonda del pueblo, que al igual que  sus habitantes vivió, tiempo atrás, días de franca prosperidad, veía hoy más que restringido el  menú que ofrecía a los comensales. Cuentan éstos que en el pasado no existía la inflación, y en consecuencia, el local ofrecía lo mejor del arte culinario del lugar. Hoy los tiempos que corrían distaban mucho de aquella nostálgica época.



     Cuatro  hombres se encontraban reunidos alrededor de la mesa del viejo restaurante. Eran amigos y compañeros de infortunio en las ya larguísimas tropas del desempleo, a pesar de ser agricultores.
-               - Tráenos otra ronda,  José del Carmen – dijo uno de ellos.
-              -  ¿Y con qué van a pagarlas, si no tienen trabajo, se puede saber? –preguntó, el dueño del local, cansado de fiarles el consumo, que ya llevaba varios meses.
-                   -¡Ay, Jacinto,  no vengas con tus lamentos ahora. Más pronto que tarde, como dicen ahora los políticos, seremos prósperos  y, volveremos a ponernos al día contigo. No te vas a arrepentir, pues te ayudaremos a mejorar el negocio. Hoy por mí, mañana por ti, hermano.-Explicó  Toribio Cuevanegra.
Entonces el hombre colocó de mala gana las botellas sobre la mesa, mientras advertía:
       -Sin exigencias, carajo, que no están frías.
La conversación de los amigos versaba, como de costumbre, sobre el desempleo,  tema que los preocupaba cada vez más. Habían tocado infinidad de  puertas: fábricas sin vacantes o empresas del gobierno, en las que ahora era requisito indispensable  pensar como sus dirigentes para optar a un puesto de trabajo. Nadie comprendía este absurdo carnet ideológico que obedecía, según se les informaba, a razones de estricta disciplina, pues era necesario  continuar sin interrupción alguna con los proyectos de engrandecimiento del País propuestos por el Poderoso.
  El desaliento de Toribio Cuevanegra era muy grande, y le dijo a sus amigos –mientras sorbía el resto de su cerveza tibia- que  ya no sabía qué puerta tocar para encontrar trabajo.
  Fue entonces cuando  Remigio Garzas - acordándose repentinamente de algo que había leído en la prensa- les informó:
-      - Pero ¿Es que no saben la noticia? Seis ojos interrogantes se  clavaron en los suyos. Entonces, emocionado por la buena nueva,  acompañó su discurso con un manotazo sobre  la mesa.
-            - Leí en el periódico esta mañana que están solicitando reservitas en el Ejército Nacional. ¿Por qué no van a la Reserva?
-             - ¿Reservistas? No, vale, ya yo hice mi servicio militar a los 18 años dijo Aquiles Nada,  y ahora tengo 58 –  dijo celebrando con una carcajada  la ocurrencia de su compadre.
-             -   ¿Y sabes también cuántos años tengo yo, Remigio? Preguntó a su vez  Salterio Rojas  - Yo tengo 59, entonces dime cómo, carajo, voy a enrolarme en el Ejército.
-              -  Y yo 57… -comentó  Toribio Cuevanegra  en voz baja, adolorido por el reumatismo  que no lo  dejaba en paz. 
-       Remigio Garzas, quizás por ser el más viejo de los tres apuntó que no había que desesperarse,  y los alentó una vez más a tocar la puerta del Cuartel.
-        Entonces los compañeros terminaron por convencerse de que, como dicen por ahí, no hay peor diligencia que la que no se hace. Y allá se fueron los cuatro a tratar de abrir, si no la puerta, al menos el postigo de la esperanza.
La fila de reservistas era larga, torcida y heterogénea en edades y  estaturas.  
         - Cuevanegra, Toribio- llamó con voz de trueno el Comandante de la Comisión de Reclutas. Cuando el soldado en ciernes  se  le acercó, midió  con la mirada la triste figura del recluta,  y luego le entregó la ropa  y el  calzado  de reglamento.  Toribio observó que la talla que le había suministrado era muy grande, y  así se lo hizo saber.
        - ¡Silencio!. – ordenó  el jefe-  Amárrese los pantalones si le quedan flojos,  y  pase ahora mismo al Departamento Médico.


       Sin chistar Toribio siguió las instrucciones impartidas. Esta vez  su  anatomía  fue sometida a la  revisión médica de rigor.
       -El cabo tiene reumatismo - dijo el galeno – pero no se preocupe, que aquí, hermano,  tenemos  la solución para todos los males. Una  buena dosis de dayamineral  lo pondrá en forma, ya verá. Y diciendo esto, le entregó un frasco del polivitamínico al recluta,  mientras escribía en un papel las indicaciones  para el tratamiento. Toribio, agradecido, antes de retirarse  se volvió hacia el médico para preguntarle el nombre.
       -Evaristo De La Isla, cabo. Para servirle en el Departamento Médico de Las Fuerzas del Desa Rollo Armado.
       A cada uno de los soldados  le fue asignada una tarea. La del cabo Cuevanegra consistía en trasladar y limpiar el armamento de rigor.  Este trabajo cansaba aún más sus adoloridas extremidades, situación que se agravó con la llegada de las lluvias. Entonces, el recluta buscaba alivio a sus males en el dayamineral recetado por el médico del cuartel, pero a pesar de haber consumido ya varios frascos, el pobre hombre se sentía cada vez peor  de la artritis.
       Una mañana temprano, en medio de un fuerte aguacero, Toribio trasladaba una carga de armas y   municiones a un galpón. Pero sucedió,  que mientras esto hacía, le dio un fuerte dolor en una de las piernas. A  pesar del inmenso  esfuerzo que hizo por sostenerse en pie, el recluta resbaló y cayó  al suelo en medio de un estrepitoso ruido, pues al caer una de las escopetas viejas que cargaba se activó y fue a dar  ¡Cosas del azar! En el único sitio no blindado del Poderoso, quien justamente esa mañana pasaba revista a los nuevos reclutas en el cuartel.
       Simultáneamente a la caída de Toribio y al disparo del arma,  se activaron también los cuerpos de Seguridad  del Régimen que no sabían qué estaba pasando, pues la seguridad del líder máximo estaba garantizada.- En el acto los miembros del Equipo Médico del Hospital del Cuartel esperaron la llegada del herido al quirófano. Allí los equipos quirúrgicos habían sido  fabricados  con el más noble de los metales sólo para el uso exclusivo del Poderoso y sólo algunos de sus fieles acólitos.
       La angustia y la preocupación  por la salud del Poderoso invadió al tren gubernamental . La Junta Médica formada por especialistas nacionales y extranjeros, a pesar de todo el esfuerzo científico y  tecnológico  utilizado, resultaron inútiles: El Poderoso se marchó de este mundo, pero no como vino a él, desnudo, sino forrado en oro de 18 kilates.
                               
        El timbre celestial sonaba  sin cesar, mientras  San Pedro  se dirigía pesadamente hacia el Portón,  tintineando nervioso su manojo de llaves.
       -Voy, voy. Ya le abro, un momento, por favor.
 Ese día el Santo no se daba abasto con el trabajo, a pesar de la ayuda angelical suministrada por Dios.  Finalmente, y a pesar de la fuerte conjuntivitis que lo aquejaba, abrió el  pesado y sagrado portón. Pero he aquí que al abrirlo, el ropaje del visitante, que era más brillante  que  los rayos del sol hirió sus adoloridos ojos. Encandilado, él alcanzó a ver la figura alta de un hombre de barba entrecana y bien cuidada, envuelto en una brillante y lujosa  capa. Detrás del del personaje, estacionada en la Himmelstrasse –la calle del Cielo- una nave inmensa de oro desprendía  tales destellos, que pretendía opacar los del Astro Sol y las estrellas del firmamento. Esta, que había trasladado al Dictador en sus viajes interestelares, aguardaba, una vez más, por el visitante con los motores en marcha. Entonces San Pedro, enceguecido ante tal espectáculo,  cerró bruscamente el  Portón Celestial y se volvió a su despacho, pues se hallaba muy ocupado con tantas guerras terrenas. Pero he aquí que el visitante continuaba sonando el timbre, como loco, en su afán de entrar en La Gloria. Y no dejaba de gritar:
           - ¡Abrame la puerta de una vez por todas, San Pedro. Vengo a hablar con Dios. Mi misión en la tierra no ha terminado, es muy importante y debo volver a ella cuanto antes!
. Los Angeles y Arcángeles asistentes del Santo Portero, fueron volando a su oficina y le comunicaron muy angustiados, que el impertinente visitante no los dejaba tranquilos con el timbre y no hallaban qué hacer. 
        El Santo, exasperado por el arrogante comportamiento de tan extraño ser empeñado a como diera lugar a quebrantar la paz celestial,  abrió nuevamente la puerta para decirle:
-       - Criatura engreída, usted no necesita venir a las puertas del Cielo para hablar con Dios vestido de tal manera:  el brillo de su indumentaria pretende  opacar la luz del sol y las estrellas, por lo tanto no puede entrar a la Gloria.  Aquí sólo entran los humildes y los pobres. Le aconsejo más bien ir a ver a Luzbel, quien gustoso lo recibirá en la "Quinta Paila" del Infierno. ¡El se alegrará muchísimo de verlo y de darle la Bienvenida!   



Y diciendo esto, el Santo  le cerró  con llave la divina  puerta del Reino de los Cielos.



 







-                           













Caracas, 2003/ Abril, 2004.



IMAGENES: WEB

jueves, 15 de diciembre de 2011

TIEMPO DE LLUVIAS Y VIENTOS



SAN FRANCISCO DE YURUNI -FOTO: MPG.

    A  través de la Gran Sabana, rodeada de pequeñas selvas y cerros, apenas interrumpiendo a su paso la maravillosa quietud, un autobús turístico recorría la impecable cinta de asfalto, que serpenteaba por las mesetas, rumbo a San Francisco de Yuruní.
iMAGEN: WEB
   
 Al llegar al poblado, la guía informó a los visitantes acerca de las facilidades turísticas del lugar: el pequeño restaurante atendido por los nativos, donde se podía almorzar;  las ventas de artesanías elaboradas por los indios pemones, y, por último, les indicó los sitios más seguros para tomar fotos.

        Una de las chicas del grupo no daba descanso a su cámara. Se movía con rapidez, tratando de captar lo que le ofrecía el  paradisíaco lugar. De pronto, en uno de esos movimientos,  el bolso se le resbaló del hombro, cayó al suelo,  y esparció todo su contenido sobre la maleza. La joven,  presurosa, metió los objetos dentro de la cartera, pues ya la guía hacía la primera llamada  para que el grupo de turistas abordara el autobús. La segunda llamada de salida  aceleró sus  pasos hacia el vehículo que los llevaría hasta Santa Elena de Uairén.

SAN FRANCISCO DE YURUNI - GRAN SABANA:
FOTO: MPG.
GRAN SABANA - CAIDA DE AGUA.
FOTO: MPG.

   Caía la tarde, y sobre San Francisco de Yuruní, un cielo de algodón plomizo anunciaba que era el tiempo de las lluvias, los vientos y los zancudos, y tiempo, también, de desovar los peces.
     
     Un joven pemón salía de su churuata con los ojos enrojecidos por el "guarapo de los ojos", que no dejaba de mojarle el rostro. Su mujer estaba en cama desde hacía varios días con el hijo en el vientre a la espera del médico que traería el avión de la Guardia Nacional. El no quería ser un "Karaun-yen", no deseaba ser llorón, pero el dolor en el pecho, en la pepita del vientre" lo sacudía como el viento a una palma moriche. No soportaba la idea de que su mujer y su hijo lo abandonasen. Caminaba cabizbajo entre la hilera de churuatas del poblado, perdiéndose por las verdes colinas, mientras esperaba la llegada del galeno. El cielo encapotado, casi negro, le avisaba que se avecinaba la tormenta; también se lo recordaban los relámpagos y los truenos, pero el joven indio  parecía no ver ni escuchar sino la voz de su corazón, que acallaba cualquier otra, y continuó su camino sin rumbo fijo. Recordaba con claridad el día en que su madre lo tomó de la mano sonriendo, y  se lo llevó al Hermano José en la Misión de Kamarata. Allí  conoció a otros niños y junto con ellos aprendió a leer y a escribir, se convirtió a una nueva religión y se hizo experto en varios oficios. A ratos, el recuerdo de su mujer enferma interrumpía sus pensamientos, pero trató de calmarse. Entonces su mente lo llevó de nuevo al encuentro de otros momentos felices.

QUEBRADA DE JASPE. GRAN SABANA. FOTO: MPG
   
      Sobre todo  el de aquella tarde, cuando regresaba del trabajo y se detuvo en la Quebrada de Jaspe. Aquel en el que   vio a una chica bañarse  en sus aguas. Retozaba feliz, bajo las cascadas. Su cuerpo moreno y bien formado, de muslos y senos prietos, lo sedujeron al instante. La observó emelesado. Luego, al tirarse, guardó su imagen para soñar con ella. Al poco tiempo la conoció   en una fiesta de San Francisco de Yuruní se hicieron novios, bañaron su amor en esa misma quebrada, y ahora ella, Diosita, yacía en el lecho sin saber, todavía, si irse o quedarse. Sólo Dios podía disponer de su destino.

     En medio de su dolor, el indio rogaba al Ser Supremo que su mujer y su hijo se salvaran, que no se fueran antes que él al lugar de sus antepasados. Pero ¿Qué podía hacer mientras esperaba la llegada del médico?  Entonces recordó el trozo de un salmo que Sor Antonia le enseñó, cuando era niño, en la Misión de Kamarata: "Alzaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, Que hizo los cielos y la tierra"..." ¿Qué seguía luego?" Trató de recordar cómo continuaba la oración, pero no se sabía el resto, por lo que se limitó a repetir ese trozo por espacio de varios minutos, mientras levantaba los ojos hacia los negros  nubarrones. Un relámpago zigzagueó en  el firmamento, y se escuchó la profunda voz del trueno estremeciendo la Sabana. La lluvia comenzó a caer con fuerza. " ¿Cómo estará Diosita"?   

     El joven resistía la lluvia, empapado ya, cuando su agudo oído, acostumbrado a "sentir" los motores de las "canoas de zamuro" a miles de kilómetros de distancia, le  hizo latir corazón,  esperanzado. Se detuvo para pegar la oreja al suelo y adivinar la distancia del avión que se aproximaba. Entonces, al agacharse, alcanzó a ver un objeto azul entre el matorral, empapado y cubierto de lodo. Apartó la maleza. ¡Era un libro! Tomándolo, limpió la cubierta y en letras doradas  leyó: "Nuevo Testamento. Salmos. Proverbios". Lo abrió, y, al hacerlo, alcanzó a leer en la página enfangada; 

"Jehová es tu guardador
           cántico gradual

121 Alzaré mis ojos a los montes;
   2  ¿De dónde vendrá mi socorro?
         Mi socorro viene de Jehová,
         Que hizo los cielos y la tierra.

 ..."

     El chico pemón, no terminó de leer el salmo. Se  llevó el librito al corazón, y en medio de la lluvia, el guarapo de los ojos y los zancudos, se dirigió al Campamento, donde ya aterrizaba la canoa de zamuro. Estaba seguro que entre la tripulación, venia el Equipo Médico, y la ayuda  de medicamentos, y  alimentos para los habitantes de La Gran Sabana. El corazón se lo decía. Y , entonces, en medio de la desenfrenada carrera, que le quitaba el aliento,  alzó los ojos a los montes. El Socorro  llegaba a la Gran Sabana,  junto a su  esperanzada familia: Diosita y el hijo por nacer.

 Y todo, por la Gracia  infinita de Dios.




Imagen: WEB

jueves, 8 de diciembre de 2011

IMPRONTAS

   
 
IMAGEN DEL AMOR (WEB)


CAÑO DE AGUA, LOS ROQUES, VENEZUELA
(IMAGEN TOMADA DE LA WEB).
 Nuestro yate de turismo atracó en Cayo de Agua. Luego, el grupo de vacacionistas se dispersó por la playa. Nos encontraríamos en el mismo lugar, al atardecer,  cuando la embarcación  volviera a recogernos. Era un día brillante, de esos en los que   casi no se ven nubes y el mar parece inmóvil en su inmensidad.
             Me separé de mis compañeros de viaje, algunos insistían en que me quedara con ellos, preferí un poco de soledad en mi deporte favorito,  y caminé un buen trecho hasta llegar al extremo opuesto de la playa. Buscaba un buen lugar para hacer snorkel.  Entonces me fijé en algo sorprendente: a lo lejos,  la quilla de un barco hundido sobresalía diagonalmente del mar, apuntando al cielo. Sólo se le veía la proa, el resto del barco  descansaba en el fondo oscuro y silencioso de las aguas.  Calculé la distancia para acercármele. Se hallaba como a un kilómetro de la playa. Tomé mi equipo  y nadé en dirección al barco. Una vez cerca, me sumergí curiosa y  aprehensiva ante lo desconocido. El espectáculo me sobrecogió al ver el casco sembrado como un cactus. Se  le adherían miles de corales y la luz se filtraba iluminándolo. Parecía una joya fantasmagórica entre la flora y la fauna. Debió haberse hundido hacía muchísimo tiempo. Miles de interrogantes acudieron a mi mente. No pudo menos que sobrecogerme el hecho de imaginarme la tripulación. El barco parecía un pesquero. Continué observándolo fascinada, pero al tratar de dar la vuelta,  para ver el otro lado de la nave,  tropecé con los corales y perdí una de las chapaletas. Sin darle importancia al incidente continué examinando el interior de la embarcación, desde donde fantasmas imaginarios parecían observarme a su vez. De pronto, cuando estaba más entretenida en  mi investigación ocular, sentí un fuerte dolor en el pie descalzo; un corrientazo me recorrió hasta el muslo. Traté de mantener la calma y como pude nadé hacia la orilla. Me eché sobre la arena y vi cómo mi pie comenzaba a hincharse a medida que aumentaba el dolor. Caminé con dificultad  hasta unos cocoteros y me eché a su sombra. Por primera vez lamenté haberme alejado tanto del sitio de donde se encontraban mis amigos. Tenía varias espinas enterradas  en el empeine. Me di cuenta de que al chapalear había tropezado con un erizo. Pasaron unos minutos interminables, cuando sentí unos pasos.
            -¿Gary?- pregunté, pensando que pudiera ser alguno de los chicos que iban en el yate.
            - No, mi nombre es Diego- dijo presentándose un muchacho curtido por el sol y de barba cerrada. Tendría  unos veinticinco años.
 – Disculpa, pero vi que salías cojeando del agua y vengo a ver si puedo auxiliarte.  Soy pescador y vivo cerca- me dijo acercándose- y luego, observando  mi  extremidad, añadió:
- Tienes el pie hinchado, y por las espinas, puedo deducir que te tropezaste con un erizo.
            Le conté mi aventura por el barco, y me interrumpió diciéndome:
            - Disculpa, pero eso fue una  imprudencia, una terrible imprudencia.
            - ¿Por qué? No me alejé mucho de la playa. Solamente quería ver el barco.
            - Pues, ha podido costarte caro,  porque  es muy peligroso. Hay tiburones cerca, siempre están rodeándolo, y mucha gente se ha ido dentro de las fauces de esos malditos  animales –dijo con rabia-. Menos mal que sólo te encontraste con  un erizo inofensivo.
            -¿Cómo dices que inofensivo, Diego? ¿No ves como tengo el pie?
            - Por supuesto, pero en comparación con el tiburón lo es. ¿Cómo te llamas? - me preguntó sonriendo, luego de la amonestación.
            - Camila – dije un poco avergonzada por mi  temeridad.
            - Bueno, Camila, disculpa mi franqueza, pero tenía que decírtelo –me dijo -   ahora necesitamos ir a la cabaña para curarte.  Apóyate  en mi hombro, por favor.

            Como observara  que mi intento por  caminar resultaba doloroso e incómodo para mí, me cargó como si fuera una niña y nos dirigimos a una vieja cabaña de palmas y bahareque ubicada frente al mar. Una vez allí me sentó con gran cuidado sobre  una hamaca y procedió a curarme. Prendió una vela y me dijo que volcaría  la esperma caliente sobre mi  pie. Me aconsejó que aguantara, pues era la única forma de poder sacar las espinas. Seguí sus instrucciones y traté de relajarme. Al final, lo roció con aguardiente y,  para mi sorpresa, experimenté un gran alivio.
            Compartí su almuerzo, producto de la pesca matutina: un delicioso bonito sobre casabe, acompañado de agua de coco y  licor de la misma fruta, preparado por él. Comenzamos a conversar sobre la historia, las costumbres y leyendas del litoral, y también me narró la historia del barco. Se trataba de un  camaronero que una noche sucumbió en una tormenta. De esto hacía más de cincuenta años. Lamentablemente ninguno de los pescadores que lo tripulaban sobrevivió, pues  cayeron al mar y fueron devorados por los tiburones. La tragedia llenó de luto muchos hogares de la costa caribeña, pues en  el  siniestro, murieron más de doce  hombres que no llegaban a los treinta años.
            Como la historia me conmoviera mucho,  para  cambiar de tema y alegrar la tarde, Diego tomó una  guitarra que colgaba de la vieja pared y comenzó a cantar unas hermosísimas baladas; las traté de reconocer, pero  todas resultaron  desconocidas para mí. La voz del chico me resultaba  tan  grave y sensual que se me erizaba la piel. Lo escuché embelesada un buen rato, hasta que al fin hizo una pausa.   Se dirigió a mí,  cariñoso, para decirme, mientras tomaba  mi pie entre sus manos:
            - Ya podrás caminar, niña, pronto estarás bien.
            -Ya se desinflamó - le  comenté mientras sentía su agradable  calor.
Yo lo observaba. Entonces él me miró y sonriéndome, se levantó para besarme en los labios. Tomé su cabeza  y le acaricié la barba espesa para  luego, a mi vez,  aprisionar sus labios entre los míos. El candente sol de mediodía prendió  nuestros sentidos. Las caricias, tímidas en un principio, aceleraron su ritmo. Nos apartamos un momento, un poco sorprendidos, para continuar, a  deliciosa conciencia la exploración de nuestros cuerpos. Recorrimos valles, hondonadas y montañas en maravilloso galope. Al final, terminó la  batalla, en la que no hubo ni vencedores ni vencidos. Sólo triunfadores. Recosté mi cabeza sobre el pecho curtido del pescador, y escuché el desenfrenado palpitar de su corazón. Luego, la agitada  respiración se fue tranquilizando hasta que él, después de prodigarme un sin fin de  caricias y besos que yo, tiernamente devolvía, cayó vencido por el sueño.
             Me despertó el  fuerte ruido del oleaje que  golpeaba el frente de la cabaña. Había subido la marea.  Busqué a Diego, pero no estaba a mi lado. Tampoco su guitarra. Me levanté de prisa, buscándolo en la playa. Lo llamé muchas veces, pero el silencio fue su respuesta. Hacía frío. Lo esperé un largo rato, pero no apareció. Llorando, entonces, llegué a la conclusión de que todo había sido un sueño; recogí mis cosas y me dirigí al muelle para  reunirme con mis amigos. El yate atracaría dentro de  media hora. Al verme llegar, Sofía, una compañera me salió al encuentro diciéndome:
          - ¡Camila, por Dios! ¿Dónde estabas? Ya casi es hora de irnos. Te estuvimos buscando toda la tarde, pensando que te había ocurrido algo.
- Sólo estoy un poco retrasada, es todo. Disculpen. Pero luego, cuando me acerqué  al grupo, ella preguntó alarmada:
- ¡Por Dios, niña! ¿Qué te sucedió?
- Nada, no me pasó nada.  - Contesté sorprendida, tratando de sonreír.
-¿Cómo que nada? ¿Y entonces  por qué tienes tantos moretones en los hombros?


IMAGEN TOMADA DE LA WEB)

Caracas, 20 de febrero de 2012  (Original:agosto de 2006)

viernes, 28 de octubre de 2011

EL VENDAVAL



CUENTO ENVIADO AL 4o. CERTAMEN LITERARIO PEPE FUERA DE BORDA. BUENOS AIRES, ARGENTINA. 2007 www.pfdb.com.ar . CORRESPONDE A LA OTRA PARTE DE "MI AMIGO EL MARINO". FOTO TOMADA DE LA WEB.
                                                                    
                                                                                                       
    El crucero en el que viajo con mi mujer y mis hijos, dentro de poco atracará en el Puerto de La Guaira. Prometí a Charles y a Mary Ann este viaje, si cumplían a satisfacción con su año escolar. Ellos todavía duermen, mientras yo observo el maravilloso espectáculo  del amanecer. Ante la cercanía de la costa, mi mente viaja a muchos más nudos que esta nave, y me transporta a la primera vez que visité el Litoral Central venezolano.
     Había terminado ya mis estudios en la U.S. Merchant Marine Academy cuando comencé a trabajar en la Merchant Marine Line. Ostentaba orgullosamente  el cargo de Oficial en Entrenamiento del Nautilus. Realizamos varios viajes por diferentes puertos de los Estados Unidos, y luego, también en el Nautilus, zarpamos rumbo a varios países latinoamericanos.
   El viernes siguiente  a nuestro arribo al puerto de La Guaira, una vez finalizados los operativos de descarga y carga de la mercancía,  los oficiales y subalternos obtuvimos la licencia de fin de semana para irnos a tierra firme. Solamente quedó a bordo el personal de guardia. Por instrucciones expresas del Capitán, se ordenó a la tripulación abordar de nuevo el barco, el domingo a las 5:00 p.m. Zarparíamos al amanecer del día lunes.
Una vez en mi camarote me preparé para la gran farra del fin de semana. Canté en el baño, mientras me duchaba, me afeitaba y me vestía. Ya, frente al espejo, pasé revista a mi uniforme y a mi aspecto, en general.  Quedé satisfecho y dispuesto para la conquista.  En medio de bromas alusivas a nuestra obligada abstinencia, salí con mis compañeros a recorrer los bares y discotecas de la pequeña ciudad portuaria. Las mujeres venezolanas tenían fama de ser muy hermosas. Yo anhelaba  conocerlas y disfrutar de su compañía. Quizás alguna chica linda y divertida, me regalara su tiempo y sus encantos como premio al gran estrés producido por el trabajo y las interminables guardias cubiertas en alta mar.  Yo no la defraudaría; no me consideraba un tipo engreído, pero casi nunca había quedado mal parado en mis abordajes amorosos.  Y tuve suerte, pues en “Le Chat Noir”, una de las discotecas guaireñas, conocí a una hermosa morena con la que bailé toda la noche. Recuerdo que olía a jazmín y a canela. Compartí con ella, tragos, besos y también su cama, en medio de una desenfrenada e incontrolable pasión.  
    De pronto, desperté sobresaltado separándome del abrazo de mi compañera. Miré el reloj: eran las 6:10 a.m. del día lunes. Me sobrecogió la angustia y, rápidamente, me trasladé al puerto. El  Nautilus hacía ya dos  horas que había zarpado. En mi apasionado fin de semana había olvidado por completo la orden del capitán.
    Ante mi nueva realidad, me movilicé de un extremo al otro del terminal portuario para tratar  de embarcarme esa misma mañana, si era posible, en cualquier nave, rumbo a los Estados Unidos. Recorrí la hilera de buques mercantes en puerto con bandera estadounidense, pero no vi ninguna. Entonces decidí presentarme ante la Capitanía de Puerto. Allí expuse mi difícil situación, pero me pidieron  comunicarme nuevamente con ellos en horas de la tarde. Estudiarían mi caso. Entonces, ya en el muelle, y bajo el inclemente sol tropical, decidí buscar  un hotel cercano. Alquilé una habitación y permanecí  en ella un buen rato, mientras organizaba mis ideas. No dejaba de reprocharme mi enorme irresponsabilidad. Visualizaba al Nautilus, ahora en plena marcha,  e imaginaba la reacción del Capitán Thunder al notar mi ausencia.  Estaba seguro de que me despedirían. Tal certeza me mortificaba, y llegué a la conclusión de que, realmente, como decían, había echado mi carrera por la borda. Mi angustia iba en aumento esa tarde, por lo que telefoneé  varias veces a  la Capitanía de Puerto, hasta que logré comunicarme. Les repetí  mi situación, pero no fue fácil convencerlos. Entonces, después de una larga espera, me informaron que un barco de carga zarparía el  miércoles de esa semana para Nueva Orleans, pero todavía no era seguro que pudiese  abordarlo. Por esta razón debía presentarme a la mañana  siguiente muy temprano, a gestionar  el permiso de navegación en ése u otro barco con destino a los Estados Unidos. Y fue así como ya, un poco más tranquilo,  decidí  comer algo y salir a ventilarme un poco. Le pedí al mesonero que me indicara algún lugar agradable adónde ir. Me habló de Macuto, un concurrido balneario vecino. Tomé un taxi y allá me dirigí. Me sorprendió la belleza de la playa  rodeada de palmeras, y, a esa hora de la tarde, todavía poblada de bañistas. Era todo mar, sol, arena. Me senté junto a una de las mesitas ubicadas en el malecón, bajo la sombra de los almendrones.  Pedí una cerveza. Me la tomé a grandes sorbos y ordené una segunda jarra. Mientras, con una mirada  interrogante, escudriñaba la inmensidad.  
    De pronto, sentí que no estaba solo. Detrás de un árbol, muy cerca de mi mesa, una chiquilla me observaba. No tendría más de doce años. Sus grandes ojos negros se fijaban en mí, curiosos. Le sonreí, y ella  se escondió, al verse descubierta. Continué tomando mi cerveza. Entonces  la chica  asomó nuevamente la cabeza y, esta vez, la saludé:
 - ¡Hola, niña! ¿Cómo te llamas?
    Ella se sobresaltó, cuando le hablé, pero luego observé cómo, tímidamente, fue  acercándose hasta decir en voz muy  baja:
 -María.
-Tienes un lindo nombre. – le dije mientras la invitaba a tomarse un refresco y  me  paraba para ofrecerle una silla.
            Por toda respuesta se quedó mirándome de reojo, mientras metía las manos en los bolsillos del pantalón. Luego de dudarlo un momento, decidió aceptar y ocupó la silla vecina a la mía. Ella pidió una coca cola, y yo la acompañé con otra.
-¿Qué edad tienes? – le pregunté.
-En marzo cumplí doce ¿Y tú?
- Veintidós. Ya soy un viejo - contesté riendo, y ambos celebramos la broma.
 Le dije que  mi nombre era Rudy Kenneth, y que había nacido en Los Angeles, California. Le conté  también que me había dejado el barco, porque me había quedado dormido. María me escuchaba atentamente, con una seriedad  no muy común en una niña de su edad.  
 -¿Y cómo vas a volver a los Estados Unidos? – me preguntó con  repentino interés.
-Ya he ido a la Capitanía de Puerto para solicitar mi regreso a los Estados Unidos en un barco de carga, pero todavía no es seguro. Debo volver mañana para confirmarlo.
- ¡Qué buena idea! Seguro que allí te ayudarán – dijo regalándome una sonrisa. Luego hablamos de nuestras familias. Yo le mostré una foto  mía tomada en el jardín de mi casa, junto a mis padres y a mi perro, Hurricane. Ella me dijo que el próximo año comenzaría el bachillerato en el colegio de las monjas. Me contó también acerca de su gusto por la lectura y su afición a escribir. Luego, añadió orgullosa que ya había comenzado una novela.
 - ¿Tan joven y ya eres escritora?  - pregunté sorprendido.
 - No te extrañes – contestó riendo- tengo amigos que son buenos con los números o en sus estudios de piano. Yo no tengo esas habilidades –dijo haciendo un gracioso gesto- pero, en cambio, creo no ser mala en castellano. A veces hago trueque en el colegio: cambio composiciones por clases de matemática.
De pronto, la chica interrumpió la conversación cuando oyó que la llamaban, y  rápidamente se puso de pie.
- ¡Es mi tía! Creo que ya regresamos al hotel.  Debo irme – agregó nerviosa-. Luego, me agradeció  las atenciones que tuve para con ella, y se marchó de prisa.
      Yo deseaba continuar conversando con esa muchachita inquieta y dulce, que me había hecho olvidar mis preocupaciones. Por eso, temiendo no volver a verla, me paré rápidamente y  le dije:
  - Espera, espera  un momento, María ¿Vienes otra vez mañana?
  Sonrió alegremente y me contestó:
 - ¡Sí, sí! Venimos todas las tardes a pasear por el malecón.
 - ¿Entonces te espero aquí, en esta misma mesa, mañana a las tres?
 - ¡Claro que sí! – aseguró-. Aquí estaré sin falta.
 Luego, despidiéndose con un gesto de la mano, se perdió entre las mesas de la terraza.
Me quedé todavía un buen rato en el malecón, pensando en la agradable compañía de la chica, que dentro de poco se convertiría en una hermosa mujer.
Estuve puntualmente en el mismo sitio de la tarde anterior. Le llevaba unos  chocolates a mi amiga. Esperaba verla aparecer de un momento a otro. Había mucha gente.  Eran las vacaciones escolares, y María me  había contado que estaba con su familia en uno de los hoteles cercanos a la playa. Pedí un café, y luego otro. Casi a las cuatro, cuando ya comenzaba a pensar que María no vendría,  la vi aparecer zigzagueando entre los temporadistas.  Lucía radiante con su minifalda y su cartera al hombro. Noté que tenía  lindas piernas.
-¡Qué bonita estás!-  le dije sin poder contenerme. Ella, sonrojándose, me agradeció el piropo, y yo le obsequié los dulces. Luego, conversamos e hicimos varios juegos. Merendamos pasteles y refrescos. No olvidé tampoco darle la buena nueva de mi regreso a los Estados Unidos.  Así que le dije, muy contento, mientras tomaba mi coca cola:
-¡Te tengo una noticia, María!  Esta mañana hablé con el capitán del  “Caribe”,  un barco de carga que va mañana a Nueva Orleans y me permitió viajar a bordo.
- ¡Ah, es cierto! Tienes que regresar a los Estados Unidos… ¿Pero, tienes que irte mañana? ¿Tan pronto? - me preguntó con tristeza, mientras saboreaba  uno de los bombones.
- Así es, debo embarcarme mañana, no puedo quedarme más, –respondí, mientras observaba  su rostro, repentinamente ensombrecido.
- ¿Y piensas volver algún día? – preguntó mirándome a los ojos.
- ¡Claro que regresaré! Y cuando te vuelva a ver, no te reconoceré: serás ya una señorita muy alta, casi tan alta como  yo.
La muchacha intentó decirme algo, pero, repentinamente, se quedó callada y pensativa. Yo acerqué mi silla a la suya, preguntándole el motivo de su silencio.
- Lo que pasa, Rudy, es que cuando eso ocurra va a pasar mucho tiempo, y me da tristeza que te vayas – dijo mirándome-. Nunca había tenido un amigo como tú: un  marino. Nunca. – Repitió bajando la cabeza. 
Recuerdo que al consolarla le prometí que le enviaría una postal. Yo no la olvidaría, le dije, y para cumplir con lo ofrecido, le pedí su dirección. Además, le regalé la foto que le había mostrado el día anterior. Luego, continuamos conversando alegremente, pero confieso que al despedirme, algo mío se quedó con ella.
Cuando llegué a Nueva Orleans, le mandé una linda postal del Mississippi con mi agradecimiento por haber disipado esa tarde mi melancolía. María y yo nos escribíamos esporádicamente durante el año, pero siempre por  Navidad.  
Tres años más tarde, me anunció que se había mudado, y me anotó  su nueva dirección en el reverso de una magnífica foto suya en la playa. ¡Se había convertido en una hermosísima jovencita! Por aquel entonces yo había comenzado a trabajar en una compañía de tanqueros que transportaba crudo entre los  Estados Unidos y Alaska, y, por esta razón también había cambiado de domicilio.

Otra foto de la misma época

Una noche me encontraba cubriendo mi guardia en cubierta del buque/tanquero Independence.  Repentinamente,  en un momento de nostalgia, saqué de mi cartera la foto de María; la contemplé un buen rato, prometiéndome ir a visitarla en mis próximas vacaciones.  De pronto, comenzó a soplar el viento y grandes nubarrones rojizos se desplazaron sobre el buque. Momentos después, se desató la tormenta. La nieve comenzó a caer con fuerza. El tanquero, a pesar de ir cargado, se movía  mucho.  Intenté caminar hacia proa, pero las ráfagas heladas  me lo impidieron, haciéndome retroceder varios metros. Esta situación se repitió en cada nuevo intento de avance. Por último, mientras caminaba dando tumbos por la superficie resbaladiza, un fuerte ventarrón me empujó contra el piso, arrancándome de las manos el retrato de María. Traté de atraparlo como pude, pero no  lo logré. Entonces, para mi desesperación, vi cómo el viento se llevaba la fotografía, para luego dejarla caer en las congeladas aguas del océano.
Este triste acontecimiento truncó, por supuesto, mis propósitos de ir visitar a la chica que, sentimentalmente, había significado tanto para mí. Pero, pasó el tiempo y conocí a Debbie. Sin embargo, muchas veces me he preguntado, y aún más ahora, cuando observo la proximidad de la costa venezolana,  cómo hubiera sido mi vida, si  el vendaval no se hubiese llevado para siempre, la imagen de mi amiga, María.