viernes, 28 de octubre de 2011

EL VENDAVAL



CUENTO ENVIADO AL 4o. CERTAMEN LITERARIO PEPE FUERA DE BORDA. BUENOS AIRES, ARGENTINA. 2007 www.pfdb.com.ar . CORRESPONDE A LA OTRA PARTE DE "MI AMIGO EL MARINO". FOTO TOMADA DE LA WEB.
                                                                    
                                                                                                       
    El crucero en el que viajo con mi mujer y mis hijos, dentro de poco atracará en el Puerto de La Guaira. Prometí a Charles y a Mary Ann este viaje, si cumplían a satisfacción con su año escolar. Ellos todavía duermen, mientras yo observo el maravilloso espectáculo  del amanecer. Ante la cercanía de la costa, mi mente viaja a muchos más nudos que esta nave, y me transporta a la primera vez que visité el Litoral Central venezolano.
     Había terminado ya mis estudios en la U.S. Merchant Marine Academy cuando comencé a trabajar en la Merchant Marine Line. Ostentaba orgullosamente  el cargo de Oficial en Entrenamiento del Nautilus. Realizamos varios viajes por diferentes puertos de los Estados Unidos, y luego, también en el Nautilus, zarpamos rumbo a varios países latinoamericanos.
   El viernes siguiente  a nuestro arribo al puerto de La Guaira, una vez finalizados los operativos de descarga y carga de la mercancía,  los oficiales y subalternos obtuvimos la licencia de fin de semana para irnos a tierra firme. Solamente quedó a bordo el personal de guardia. Por instrucciones expresas del Capitán, se ordenó a la tripulación abordar de nuevo el barco, el domingo a las 5:00 p.m. Zarparíamos al amanecer del día lunes.
Una vez en mi camarote me preparé para la gran farra del fin de semana. Canté en el baño, mientras me duchaba, me afeitaba y me vestía. Ya, frente al espejo, pasé revista a mi uniforme y a mi aspecto, en general.  Quedé satisfecho y dispuesto para la conquista.  En medio de bromas alusivas a nuestra obligada abstinencia, salí con mis compañeros a recorrer los bares y discotecas de la pequeña ciudad portuaria. Las mujeres venezolanas tenían fama de ser muy hermosas. Yo anhelaba  conocerlas y disfrutar de su compañía. Quizás alguna chica linda y divertida, me regalara su tiempo y sus encantos como premio al gran estrés producido por el trabajo y las interminables guardias cubiertas en alta mar.  Yo no la defraudaría; no me consideraba un tipo engreído, pero casi nunca había quedado mal parado en mis abordajes amorosos.  Y tuve suerte, pues en “Le Chat Noir”, una de las discotecas guaireñas, conocí a una hermosa morena con la que bailé toda la noche. Recuerdo que olía a jazmín y a canela. Compartí con ella, tragos, besos y también su cama, en medio de una desenfrenada e incontrolable pasión.  
    De pronto, desperté sobresaltado separándome del abrazo de mi compañera. Miré el reloj: eran las 6:10 a.m. del día lunes. Me sobrecogió la angustia y, rápidamente, me trasladé al puerto. El  Nautilus hacía ya dos  horas que había zarpado. En mi apasionado fin de semana había olvidado por completo la orden del capitán.
    Ante mi nueva realidad, me movilicé de un extremo al otro del terminal portuario para tratar  de embarcarme esa misma mañana, si era posible, en cualquier nave, rumbo a los Estados Unidos. Recorrí la hilera de buques mercantes en puerto con bandera estadounidense, pero no vi ninguna. Entonces decidí presentarme ante la Capitanía de Puerto. Allí expuse mi difícil situación, pero me pidieron  comunicarme nuevamente con ellos en horas de la tarde. Estudiarían mi caso. Entonces, ya en el muelle, y bajo el inclemente sol tropical, decidí buscar  un hotel cercano. Alquilé una habitación y permanecí  en ella un buen rato, mientras organizaba mis ideas. No dejaba de reprocharme mi enorme irresponsabilidad. Visualizaba al Nautilus, ahora en plena marcha,  e imaginaba la reacción del Capitán Thunder al notar mi ausencia.  Estaba seguro de que me despedirían. Tal certeza me mortificaba, y llegué a la conclusión de que, realmente, como decían, había echado mi carrera por la borda. Mi angustia iba en aumento esa tarde, por lo que telefoneé  varias veces a  la Capitanía de Puerto, hasta que logré comunicarme. Les repetí  mi situación, pero no fue fácil convencerlos. Entonces, después de una larga espera, me informaron que un barco de carga zarparía el  miércoles de esa semana para Nueva Orleans, pero todavía no era seguro que pudiese  abordarlo. Por esta razón debía presentarme a la mañana  siguiente muy temprano, a gestionar  el permiso de navegación en ése u otro barco con destino a los Estados Unidos. Y fue así como ya, un poco más tranquilo,  decidí  comer algo y salir a ventilarme un poco. Le pedí al mesonero que me indicara algún lugar agradable adónde ir. Me habló de Macuto, un concurrido balneario vecino. Tomé un taxi y allá me dirigí. Me sorprendió la belleza de la playa  rodeada de palmeras, y, a esa hora de la tarde, todavía poblada de bañistas. Era todo mar, sol, arena. Me senté junto a una de las mesitas ubicadas en el malecón, bajo la sombra de los almendrones.  Pedí una cerveza. Me la tomé a grandes sorbos y ordené una segunda jarra. Mientras, con una mirada  interrogante, escudriñaba la inmensidad.  
    De pronto, sentí que no estaba solo. Detrás de un árbol, muy cerca de mi mesa, una chiquilla me observaba. No tendría más de doce años. Sus grandes ojos negros se fijaban en mí, curiosos. Le sonreí, y ella  se escondió, al verse descubierta. Continué tomando mi cerveza. Entonces  la chica  asomó nuevamente la cabeza y, esta vez, la saludé:
 - ¡Hola, niña! ¿Cómo te llamas?
    Ella se sobresaltó, cuando le hablé, pero luego observé cómo, tímidamente, fue  acercándose hasta decir en voz muy  baja:
 -María.
-Tienes un lindo nombre. – le dije mientras la invitaba a tomarse un refresco y  me  paraba para ofrecerle una silla.
            Por toda respuesta se quedó mirándome de reojo, mientras metía las manos en los bolsillos del pantalón. Luego de dudarlo un momento, decidió aceptar y ocupó la silla vecina a la mía. Ella pidió una coca cola, y yo la acompañé con otra.
-¿Qué edad tienes? – le pregunté.
-En marzo cumplí doce ¿Y tú?
- Veintidós. Ya soy un viejo - contesté riendo, y ambos celebramos la broma.
 Le dije que  mi nombre era Rudy Kenneth, y que había nacido en Los Angeles, California. Le conté  también que me había dejado el barco, porque me había quedado dormido. María me escuchaba atentamente, con una seriedad  no muy común en una niña de su edad.  
 -¿Y cómo vas a volver a los Estados Unidos? – me preguntó con  repentino interés.
-Ya he ido a la Capitanía de Puerto para solicitar mi regreso a los Estados Unidos en un barco de carga, pero todavía no es seguro. Debo volver mañana para confirmarlo.
- ¡Qué buena idea! Seguro que allí te ayudarán – dijo regalándome una sonrisa. Luego hablamos de nuestras familias. Yo le mostré una foto  mía tomada en el jardín de mi casa, junto a mis padres y a mi perro, Hurricane. Ella me dijo que el próximo año comenzaría el bachillerato en el colegio de las monjas. Me contó también acerca de su gusto por la lectura y su afición a escribir. Luego, añadió orgullosa que ya había comenzado una novela.
 - ¿Tan joven y ya eres escritora?  - pregunté sorprendido.
 - No te extrañes – contestó riendo- tengo amigos que son buenos con los números o en sus estudios de piano. Yo no tengo esas habilidades –dijo haciendo un gracioso gesto- pero, en cambio, creo no ser mala en castellano. A veces hago trueque en el colegio: cambio composiciones por clases de matemática.
De pronto, la chica interrumpió la conversación cuando oyó que la llamaban, y  rápidamente se puso de pie.
- ¡Es mi tía! Creo que ya regresamos al hotel.  Debo irme – agregó nerviosa-. Luego, me agradeció  las atenciones que tuve para con ella, y se marchó de prisa.
      Yo deseaba continuar conversando con esa muchachita inquieta y dulce, que me había hecho olvidar mis preocupaciones. Por eso, temiendo no volver a verla, me paré rápidamente y  le dije:
  - Espera, espera  un momento, María ¿Vienes otra vez mañana?
  Sonrió alegremente y me contestó:
 - ¡Sí, sí! Venimos todas las tardes a pasear por el malecón.
 - ¿Entonces te espero aquí, en esta misma mesa, mañana a las tres?
 - ¡Claro que sí! – aseguró-. Aquí estaré sin falta.
 Luego, despidiéndose con un gesto de la mano, se perdió entre las mesas de la terraza.
Me quedé todavía un buen rato en el malecón, pensando en la agradable compañía de la chica, que dentro de poco se convertiría en una hermosa mujer.
Estuve puntualmente en el mismo sitio de la tarde anterior. Le llevaba unos  chocolates a mi amiga. Esperaba verla aparecer de un momento a otro. Había mucha gente.  Eran las vacaciones escolares, y María me  había contado que estaba con su familia en uno de los hoteles cercanos a la playa. Pedí un café, y luego otro. Casi a las cuatro, cuando ya comenzaba a pensar que María no vendría,  la vi aparecer zigzagueando entre los temporadistas.  Lucía radiante con su minifalda y su cartera al hombro. Noté que tenía  lindas piernas.
-¡Qué bonita estás!-  le dije sin poder contenerme. Ella, sonrojándose, me agradeció el piropo, y yo le obsequié los dulces. Luego, conversamos e hicimos varios juegos. Merendamos pasteles y refrescos. No olvidé tampoco darle la buena nueva de mi regreso a los Estados Unidos.  Así que le dije, muy contento, mientras tomaba mi coca cola:
-¡Te tengo una noticia, María!  Esta mañana hablé con el capitán del  “Caribe”,  un barco de carga que va mañana a Nueva Orleans y me permitió viajar a bordo.
- ¡Ah, es cierto! Tienes que regresar a los Estados Unidos… ¿Pero, tienes que irte mañana? ¿Tan pronto? - me preguntó con tristeza, mientras saboreaba  uno de los bombones.
- Así es, debo embarcarme mañana, no puedo quedarme más, –respondí, mientras observaba  su rostro, repentinamente ensombrecido.
- ¿Y piensas volver algún día? – preguntó mirándome a los ojos.
- ¡Claro que regresaré! Y cuando te vuelva a ver, no te reconoceré: serás ya una señorita muy alta, casi tan alta como  yo.
La muchacha intentó decirme algo, pero, repentinamente, se quedó callada y pensativa. Yo acerqué mi silla a la suya, preguntándole el motivo de su silencio.
- Lo que pasa, Rudy, es que cuando eso ocurra va a pasar mucho tiempo, y me da tristeza que te vayas – dijo mirándome-. Nunca había tenido un amigo como tú: un  marino. Nunca. – Repitió bajando la cabeza. 
Recuerdo que al consolarla le prometí que le enviaría una postal. Yo no la olvidaría, le dije, y para cumplir con lo ofrecido, le pedí su dirección. Además, le regalé la foto que le había mostrado el día anterior. Luego, continuamos conversando alegremente, pero confieso que al despedirme, algo mío se quedó con ella.
Cuando llegué a Nueva Orleans, le mandé una linda postal del Mississippi con mi agradecimiento por haber disipado esa tarde mi melancolía. María y yo nos escribíamos esporádicamente durante el año, pero siempre por  Navidad.  
Tres años más tarde, me anunció que se había mudado, y me anotó  su nueva dirección en el reverso de una magnífica foto suya en la playa. ¡Se había convertido en una hermosísima jovencita! Por aquel entonces yo había comenzado a trabajar en una compañía de tanqueros que transportaba crudo entre los  Estados Unidos y Alaska, y, por esta razón también había cambiado de domicilio.

Otra foto de la misma época

Una noche me encontraba cubriendo mi guardia en cubierta del buque/tanquero Independence.  Repentinamente,  en un momento de nostalgia, saqué de mi cartera la foto de María; la contemplé un buen rato, prometiéndome ir a visitarla en mis próximas vacaciones.  De pronto, comenzó a soplar el viento y grandes nubarrones rojizos se desplazaron sobre el buque. Momentos después, se desató la tormenta. La nieve comenzó a caer con fuerza. El tanquero, a pesar de ir cargado, se movía  mucho.  Intenté caminar hacia proa, pero las ráfagas heladas  me lo impidieron, haciéndome retroceder varios metros. Esta situación se repitió en cada nuevo intento de avance. Por último, mientras caminaba dando tumbos por la superficie resbaladiza, un fuerte ventarrón me empujó contra el piso, arrancándome de las manos el retrato de María. Traté de atraparlo como pude, pero no  lo logré. Entonces, para mi desesperación, vi cómo el viento se llevaba la fotografía, para luego dejarla caer en las congeladas aguas del océano.
Este triste acontecimiento truncó, por supuesto, mis propósitos de ir visitar a la chica que, sentimentalmente, había significado tanto para mí. Pero, pasó el tiempo y conocí a Debbie. Sin embargo, muchas veces me he preguntado, y aún más ahora, cuando observo la proximidad de la costa venezolana,  cómo hubiera sido mi vida, si  el vendaval no se hubiese llevado para siempre, la imagen de mi amiga, María.
































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