lunes, 30 de agosto de 2021

AQUEL APARTAMENTO DE LA PRATERSTRASSE

 


             Cuando fui a trabajar a Viena, contratada por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), hace ya algunos años, alquilé un pequeño apartamento en un edificio cerca del antiguo parque de atracciones del Prater, en el Segundo Distrito, y al otro lado del Danubio, el hermoso río que atraviesa la ciudad. Todo era hermoso, pero muy diferente a mi cotidianidad caraqueña. Me costaba acostumbrarme a todo, a la gente, a su lengua. El Inglés era el idioma oficial en mi trabajo, y  me ayudaba bastante a desenvolverme fuera de él, pero debía aprender Alemán. De manera de facilitar el proceso de adaptación a mi nueva vida, me inscribí en el Curso de Alemán para Extranjeros en la Universidad de Viena. Y así pasaron unos meses.

            Una tarde de otoño me encontraba estudiando Alemán en el salón de mi casa, cuando de pronto, sentí un fuerte dolor de estómago. Tomé un calmante y esperé que el malestar se me pasara. Como transcurriera el tiempo sin experimentar mejoría alguna, me dirigí a la conserjería del edificio para que la señora Katscher me ayudara. Al abrir la puerta, la amable conserje,  al ver mi aspecto descompuesto, preguntó preocupada:

-¿Qué le sucede, hija mía? ¿Se siente mal? La veo muy pálida. Pase y tome asiento,  por favor.- Dijo presurosa, mientras me ofrecía una silla.

-No es necesario, Sra. Katscher,  muchas gracias – le dije al apretarme un poco el estómago-. Sólo vengo a pedirle que, por favor, me indique el nombre de un médico que viva cerca-. Le expliqué la situación con no poco esfuerzo, pues el olor del gulasch que ella preparaba para la cena y que siempre me resultaba tan apetitoso, ahora me parecía insoportable.

Luego de escuchar con atención lo que me pasaba, la conserje me informó que en esa misma calle del Prater,  al frente de nuestro edificio,  vivía un médico. No sabía qué especialidad tenía, pero sin duda me ayudaría, me dijo afectuosa, y sin más demora,  me anotó la dirección. Con ese valioso dato en mis manos me dirigí hacia el consultorio del galeno. Cotejé el nombre sobre la placa de bronce adosada a la pared, con el que me dio la señora Katscher y toqué el timbre. En ese mismo momento otro espasmo me pellizcó el estómago, y el sistema de control de la luz eléctrica se apagó. Oprimí de nuevo el botón para encenderla, y ya iba también a tocar por segunda vez el timbre, cuando escuché tintinear las llaves al otro lado de la puerta. La abrió una señora  pequeña, vestida de negro, bastante pálida.        

- Buenas tardes, señora – Saludé a la dueña de casa.

- Buenas tardes, Fraülain – contestó, mientras fijaba sus apagados ojos en mí - ¿Qué desea?

-Por favor señora ¿Podría informarme si se encuentra el Dr. Hausermann? –

Cuando le iba a explicar el motivo de mi visita, y para mi asombro, su rostro se ensombreció y de pronto, sin razón aparente, la mujer estalló en llanto. Los sollozos encogían aún más su pequeño cuerpo.  Se sonó varias veces la nariz con un pañuelo que enrollaba una y otra vez, para contestar  al fin, luego de aclarar la voz:

- ¡Ay! Fraülain, el Dr. Samuel Hausermann, mi marido, falleció hace hoy  una semana.

Su inesperada respuesta me confundió tanto, que olvidé mi propio dolor y  traté de consolar a la atribulada viuda con nerviosas letanías.

-  Ay, lo siento, lo siento mucho, de verdad lo siento, señora Hausermann, lo siento mucho.

  Acompañé mis palabras de condolencia con un abrazo. Mi gesto pareció calmarla al principio, pero luego reanudó los sollozos en forma  tan lastimera, al recordar al marido, que pensé que le  había abierto las heridas, causándole nuevo dolor.

-   Ay, señora, creo que será mejor que me vaya, y vuelva después, otro día,  pues no quiero molestarla en estas tristes circunstancias. Discúlpeme, por favor.

          - No, por favor, no lo haga. Pase y tome asiento, Fraülain – me pidió en tono casi suplicante. Luego, un poco más calmada añadió: -  Si me lo permite, quisiera enseñarle el consultorio de mi marido.

No supe qué contestar a la extraña e imprevista invitación, pero acepté, enternecida al ver a la pobre señora, tan pequeña e indefensa,

 Un poco aturdida por lo ocurrido,  la seguí por un estrecho pasillo. Reinaba el silencio, un tenebroso silencio interrumpido apenas por el crujir de la madera bajo nuestros pies. Entramos a una habitación. Era el  Sprachezimmer,  el amplio consultorio del médico; se respiraba un aire pesado, sin ventilación. Un escritorio de madera estilo Déco mostraba una libreta de récipes junto a un busto de Hipócrates.  

- Aquí, en esta sala, mi pobre Samuel atendía a sus pacientes. – Me explicó nostálgica la señora.

Pasamos luego a la pieza contigua donde se hacía presente, esta vez,  el fuerte olor de los antisépticos. En una silla dormían una bata blanca y un estetoscopio, y a un lado,  la camilla parecía habérseles adelantado en el reposo. Con amoroso fervor, la viuda me mostró no sólo la habitación, sino también la ropa del difunto, que sacó de un viejo armario. Esta vez el olor a naftalina acompañó a los anteriores aromas de la estancia. Por último, la viuda me invitó a pasar  al salón del apartamento, que evocaba los tiempos de la post guerra por la austeridad de los muebles. Dio unos pasos y luego se detuvo bajo una fotografía de gran tamaño colgada en la pared. Mostraba el rostro  de un hombre de unos treinta años, agradable, de facciones regulares. Un ancho bigote casi le tapaba la boca. Llevaba chaleco negro y una corbata de lazo sobre la camisa blanca. Lucía una expresión, seria, austera, contrastante con su juventud.

-Ese era mi marido, Samuel, Samuel Hausermann, Fraülein- dijo orgullosa señalando la foto- Aquí aparece él cuando hizo su Post Grado en la Universitatea din Bucuresti, en Bucarest. Fuimos a vivir a Rumania recién casados. Además de excelente médico, mi Samuel era muy humano con sus pacientes; les  generaba una gran fe. – Esta vez un velo de tristeza cubrió sus ojos. 

Luego,  sonrió por primera vez, desde mi llegada, y me invitó a tomar una taza de té.  Pero ocurrió, que en ese mismo instante me acometió otra fuerte punzada en el estómago. La señora Hausermann al verme tan descompuesta, me ofreció asiento. Fue entonces cuando  le expliqué cuál había sido el propósito de mi visita esa tarde, interrumpido por los sollozos de la señora Hausermann, cuando pronuncié el nombre de su marido. Después de escucharme con suma atención, se levantó con rapidez, y adoptó una actitud extraña. Parecía haber crecido en estatura y conocimiento. Me preguntó dónde me dolía y cómo era ese dolor, su frecuencia y qué tipo de comida había ingerido. Una vez que hube respondido todas sus preguntas, me dijo solícita:

-Espere un momento, Fraülein, por favor. Veré qué medicamentos tiene Samuel en el consultorio - y salió, esta vez,  muy animada y resuelta de la habitación. Al volver, trajo consigo una bandeja con un medicamento y un vaso de agua. Sus movimientos revelaban gran seguridad en lo que hacía. Después de colocarse los lentes, contó en silencio las gotas que echó en el vaso y luego mezcló con  cuidado.

-Tome, hija mía, estas gotas la aliviarán –  dijo sonriente. –pero, por favor, recuéstese unos minutos, mientras la medicina hace su efecto- dijo al tomarme por el brazo y conducirme hacia el sofá.

Agradecida, seguí sus instrucciones. Ella salió un momento de la habitación y apagó la luz. La quietud de la sala en la semi oscuridad me sumió en un agradable letargo, mientras experimentaba alivio, entonces me adormecí un rato. Mas tarde, al sentirme mejor, conversé con mi gentil anfitriona sobre  aspectos generales de Venezuela, en  los que ella pareció interesarse mucho, sobre todo lo relacionado con las enfermedades tropicales y la salud pública del venezolano.

Ya era de noche cuando me marché de la casa de la señora Hausermann,  pero no sin antes prometer a la amable anfitriona, que pronto repetiría la visita. Cuando nos dirigíamos hacia la puerta- esta vez ambas de mejor ánimo-, volví a ver la foto de su marido, colgada a la pared. Esta vez el galeno aparecía sonriente. Me sorprendí, porque recordaba haberlo visto serio, cuando su viuda me mostró la foto. Incrédula, antes de salir, di una última mirada al cuadro,  y me percaté que, incluso, podía ver la orificación de uno de sus molares. 

“Serán efectos del medicamento que tomé”, pensé  confundida,  cuando salí a la calle y respiré el aire fresco de la noche, para despejar la mente. Entonces, llegué a la conclusión de que con toda seguridad me había equivocado en mi percepción anterior. Pensé que el Dr. Hausermann, no podía haber posado ante el fotógrafo, tan serio, en su foto de post grado. Obtener un Doctorado en Medicina  en la Universidad de Bucarest, seguro que constituyó un logro demasiado importante en su vida profesional. Por eso imaginé que tenía que sentirse feliz al estar mejor preparado para aliviar y curar a los enfermos que acudieran a su consulta. Por eso sonreía en la foto.

Caminé hacia la esquina, y esperé la luz de cruce del semáforo; atravesé la calle y, de pronto,  me sentí ligera como la brisa que me acariciaba el rostro. Cuando llegué a casa, un inexplicable bienestar se apoderó de mí. Pasaron los días, los espasmos estomacales desaparecieron por completo, y nunca más volvieron a presentarse, mientras viví en aquel apartamento de la Praterstrasse, en Viena.  

Y tampoco,  después.









 

 










IMAGENES DE VIENA: WEB

Caracas, Julio de 2003