viernes, 28 de octubre de 2011

Y SE OLVIDARON DE LA SEGURIDAD DIVINA


Ilustración de la Web
El colegio del Manto Protector se alzaba majestuoso en la cima de la colina más alta del sector. Elegante y gris en su altura moderada de cinco pisos coronados por un techo de pizarra  a dos aguas verde oscuro, rodeado de pinos. El instituto albergaba chicas adolescentes - internas y externas- estudiantes de secundaria. Al otro lado de la calle, una hilera de frondosos cujíes negros dejaba ver, entre el follaje, sus filosas y largas espinas.
     Muy cerca del plantel, en una de las calles adyacentes, se construía un edificio. Los obreros trabajaban con las mezcladoras de cemento, la instalación de las cabillas y picando piedras para la construcción de un muro. En este último grupo  se encontraban tres jóvenes con el torso desnudo a pleno sol. Descansaban a ratos y luego, y volvían a la tarea, hasta que a mediodía sonó el pito que llamaba a la pausa para almorzar.
    Ese día los picapedreros, como de costumbre, se reunieron para comer juntos y entre las pausas que les permitía el almuerzo, comentaban los problemas del trabajo y de la paga.   Sus edades oscilaban entre los veinte y los veinticinco años. El mayor era rubio, más bien gordo; el que le seguía, en edad, un muchacho pelirrojo, pecoso y flaco, y el tercero, aparentemente el menor, era un chico alto y moreno.
     Luego del almuerzo, mientras esperaban el nuevo pitazo que los llamara a sus tareas, cada uno  de ellos recordaba sus aventuras y se jactaba del abundante número de mujeres que había tenido en su vida. Sonoras carcajadas acompañaban los gestos insolentes de los jóvenes mientras alardeaban de su virilidad. Luego, la conversación se desvió hacia  las chicas del colegio, a quienes habían visto pasar camino del instituto. ¡Unas verdaderas bellezas! Recordaban también la noche que habían visto con un largavistas a las internas en el dormitorio, cuando les había tocado montar la guardia nocturna en la obra en construcción. Entonces decidieron ir más allá. Y, fue así como ese mediodía  echaron a la suerte, con una botella, el turno de visitas que harían a las muchachas para sorprenderlas-  durante la noche o en el transcurso del día- con sus respectivos atributos masculinos. Entonces, observaron ansiosos el giro del envase, que en  dos vueltas determinó el orden de estas visitas: el rubio sería el primero, el pelirrojo el segundo. El moreno ya sabía que sería el último. Les tomó varios días planificar, sobre todo, cómo burlar la vigilancia nocturna del colegio, saltar el muro, y llegar hasta las ventanas del dormitorio de las chicas. Nada ni nadie los podría detener.
     Una semana más tarde,  ya casi  a la medianoche, las alumnas  dormían. Las camas  formaban dos  hileras hasta el fondo del largo aposento. De pronto, se oyó un grito al fondo de la habitación. Una chica, que dormía justo bajo la ventana que daba al jardín, se levantó  gritando,  y le contó horrorizada a la monja supervisora, que había visto el rostro  desfigurado de un hombre a través del vidrio de la ventana.

Ilustración: Web
 La Hermana Teresa, simpática monjita, quien la mayoría de las veces trataba de tomar las dificultades de los demás con relativa calma,  al escuchar el nervioso relato de la chica, creyó que se trataba de una pesadilla, sólo eso, y procedió a calmarla trayéndole un vaso de agua azucarada; pero la muchacha insistía en que la visión había sido real, y aseguró que, además, el hombre la veía riéndose a carcajadas, como un loco. Entonces, en vista de que la agitación de la chica continuaba, la religiosa, ya realmente asustada,  decidió llamar a la Madre Superiora para ponerla al corriente de la  grave situación. La Directora, después de escuchar lo acontecido, y para evitar más angustias entre las chicas, despiertas por el repentino grito de su compañera, ordenó que esa misma noche, y durante una semana, la cama próxima a la ventana la ocuparía la propia Hermana Teresa y no la chica. La monjita, muy nerviosa,  acató obediente la orden de su superiora.
     -Así haremos –repitió la mayor de las monjas- hasta que todo se aclare; quizás solamente se trate de un mal sueño…
     -Disculpe, Madre Superiora - interrumpió, aún llorosa la chica que había denunciado el hecho- pero ya le dije a Hermana Teresa que no fue una pesadilla. Lo que justamente me despertó fue un ruido cerca de mi cama, y fue entonces cuando vi al hombre  a través del vidrio de la ventana.
     -Bueno, bueno, Carlita, calma, por favor, calma. ¡Vuelvan todas a la cama! – dijo la monja, dirigiéndose a las demás chicas. - Ya veremos qué medidas inmediatas tomaremos –continuó- pero, por favor, vayan a dormir, que mañana temprano hay que ir a clases. Buenas noches. ¡Viva María!
     -¡Viva Jesús, Madre Superiora!- contestó el asustado coro.
    
      Esa misma noche los vigilantes revisaron el jardín que rodeaba el colegio, y no encontraron nada que revelara la desagradable visita del fisgón. Y así, en medio de una relativa calma pasaron los días. Pero una noche lluviosa, entre truenos y relámpagos, se repitió la historia. Era más de medianoche y Sor Teresa no podía dormir, pues le tenía miedo a los truenos y a los relámpagos que iluminaban de manera fantasmal el largo dormitorio. Entonces amainó la lluvia y Sor Teresa, más tranquila, intentó conciliar de nuevo el sueño, pero al tratar de hacerlo, sintió un ruido extraño y repetido que la inquietó. Parecía venir de afuera, del jardín. Entonces,  se asomó por la ventana cercana a su lecho y al hacerlo, se encontró frente a sí la cara sudorosa y jadeante de un hombre a través del vidrio. Alarmada, corrió por el dormitorio, tratando de no despertar a las chicas, e informó a la Hermana Superiora de lo sucedido, quien a su vez, ordenó que  se encendieran los reflectores del plantel. Llamaron también a la policía. Esta tardó en llegar y, cuando, al fin  la patrulla subía la colina, uno de los agentes le preguntó a un   chico que bajaba por la acera si había visto un sádico por las cercanías del colegio. Por toda respuesta, el hombre hizo un gesto de asombro, negó con la cabeza y continuó  su camino,  perdiéndose calle abajo en medio de la oscuridad.
     Al día siguiente se prendió la alarma entre las aterradas monjas, cuando conocieron la noticia. El testimonio de que la monja no mentía –si es que acaso existía alguna duda- se reveló cuando Sor Teresa, al hacer la cama, encontró un preservativo anudado, sobre su manta. Ante tal fechoría, la Directiva del Colegio  y los  Padres y Maestros, en Asamblea Extraordinaria, decidieron tomar altas medidas de seguridad en beneficio tanto de las niñas, como de las monjas del instituto. Entonces, se procedió a electrificar los bordes del muro que rodeaba el colegio; montar un sistema de circuito cerrado de televisión, y redoblar la vigilancia día y noche. A raíz de estas medidas, todo volvió a la normalidad... pero no por mucho tiempo.
     Algunos días después  un joven volvió a aparecer en el escenario. Era un chico moreno, alto y fornido, quien vistiendo jeans agujereados y apretada franela, dio varias vueltas por los alrededores del Colegio del Manto Protector. Luego, se acercándose a la caseta de vigilancia, saludó amablemente a los guardia, y preguntó por la hora de salida de las alumnas, alegando ser el hermano de una de ellas. Una vez obtenida la información que deseaba, cruzó la calle y se paró a la sombra de los cujíes,  esperando pacientemente la salida de las chicas.
     Cuando  ellas empezaron a salir, las voces y las risas juveniles llegaron hasta el joven, produciéndole inmenso placer. Luego,  se produjo un cambio en la cara del muchacho, quien presuroso se escondió entre los árboles. Observaba fijamente a las muchachas, mientras se bajaba el cierre de la bragueta. Sólo quería que, al pasar, ellas admiraran su virilidad, como lo hacían las jóvenes del barrio cuando las hacía suyas. Y lo haría de día, no de noche, como sus compañeros que habían entrado al colegio sin éxito alguno. Sabía que a muchas de ellas las buscarían sus padres, algunas se irían en el transporte escolar, pero otras siempre se marchaban a pie, y forzosamente tomaban la acera donde él se encontraba. ¡Qué placer mostrarles lo que era bueno! No debía ni podía fallar, como los otros; ¡Juraba por Dios que no! Y sucedió, que, al pensar en el seguro éxito de su viril demostración -¡A plena luz del día! -Entonces, al pensar en  el espectáculo que brindaría a las chicas,  empezó a moverse con voluptuosidad. Imaginaba la reacción de las estudiantes. Y fue tanta la fuerza que puso en prepararla, que tropezó con una piedra, resbaló y se fue rodando por el barranco, hasta que su robusta y semidesnuda humanidad se estrelló de frente ¡…contra un enorme y negro avispero incrustado en uno de los espinosos cujíes…!


Foto tomada de la Web





Caracas, 15 de noviembre de 2011



1 comentario:

  1. Increíble lo que puede suceder en la vida diaria..!y mejor si es bien narrado.

    Ciao, maja.
    miss América

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