Cuando fui a trabajar a Viena, contratada
por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), hace ya algunos años, alquilé un pequeño
apartamento en un edificio cerca del antiguo parque de atracciones del Prater, en el Segundo Distrito, y al otro lado del Danubio, el hermoso río que atraviesa la ciudad. Todo era hermoso, pero muy diferente a mi cotidianidad caraqueña. Me costaba acostumbrarme a todo, a la gente, a su lengua. El Inglés era el idioma oficial en mi trabajo, y me ayudaba bastante a desenvolverme fuera de él, pero debía aprender Alemán. De manera de facilitar el proceso de
adaptación a mi nueva vida, me inscribí en el Curso de Alemán para Extranjeros
en
Una tarde de otoño me encontraba estudiando Alemán en el salón de
mi casa, cuando de pronto, sentí un fuerte dolor de estómago. Tomé un calmante
y esperé que el malestar se me pasara. Como transcurriera el tiempo sin experimentar
mejoría alguna, me dirigí a la conserjería del edificio para que la señora
Katscher me ayudara. Al abrir la puerta, la amable conserje, al ver mi aspecto descompuesto, preguntó preocupada:
-¿Qué le sucede, hija mía? ¿Se siente mal? La veo muy pálida. Pase y tome asiento, por favor.- Dijo presurosa, mientras me ofrecía una silla.
-No es
necesario, Sra. Katscher, muchas gracias
– le dije al apretarme un poco el estómago-. Sólo vengo a pedirle que, por favor, me
indique el nombre de un médico que viva cerca-. Le expliqué la situación con no
poco esfuerzo, pues el olor del gulasch que ella preparaba para la cena y que siempre
me resultaba tan apetitoso, ahora me parecía insoportable.
Luego de
escuchar con atención lo que me pasaba, la conserje me informó que en esa misma calle del
Prater, al frente de nuestro edificio, vivía
un médico. No sabía qué especialidad tenía, pero sin duda me ayudaría, me dijo afectuosa, y sin más demora, me anotó la dirección. Con ese valioso dato en mis
manos me dirigí hacia el consultorio del galeno. Cotejé el nombre sobre la
placa de bronce adosada a la pared, con el que me dio la señora Katscher y toqué
el timbre. En ese mismo momento otro espasmo me pellizcó el estómago, y el sistema de control de la luz eléctrica se apagó. Oprimí de nuevo el
botón para encenderla, y ya iba también a tocar por segunda vez el timbre, cuando
escuché tintinear las llaves al otro lado de la puerta. La abrió una señora pequeña, vestida de negro, bastante pálida.
- Buenas tardes,
señora – Saludé a la dueña de casa.
- Buenas
tardes, Fraülain – contestó, mientras fijaba sus apagados ojos en mí - ¿Qué desea?
-Por favor
señora ¿Podría informarme si se encuentra el Dr. Hausermann? –
Cuando le iba
a explicar el motivo de mi visita, y para
mi asombro, su rostro se ensombreció y de pronto, sin razón aparente, la mujer estalló en
llanto. Los sollozos encogían aún más su pequeño cuerpo. Se sonó varias veces la nariz con un pañuelo
que enrollaba una y otra vez, para contestar al fin, luego de aclarar la voz:
- ¡Ay!
Fraülain, el Dr. Samuel Hausermann, mi marido, falleció hace hoy una semana.
Su
inesperada respuesta me confundió tanto, que olvidé mi propio dolor y traté de consolar a la atribulada viuda con
nerviosas letanías.
- Ay, lo
siento, lo siento mucho, de verdad lo siento, señora Hausermann, lo siento
mucho.
Acompañé mis palabras de condolencia con un abrazo. Mi gesto pareció calmarla al principio, pero luego reanudó los sollozos
en forma tan lastimera, al recordar al
marido, que pensé que le había abierto las heridas, causándole nuevo dolor.
-
Ay, señora, creo que será mejor que me vaya, y vuelva después, otro día, pues no
quiero molestarla en estas tristes circunstancias. Discúlpeme, por favor.
-
No, por favor, no lo haga. Pase y tome asiento, Fraülain – me pidió en tono
casi suplicante.
Luego, un poco más calmada añadió: - Si me lo permite, quisiera enseñarle el
consultorio de mi marido.
No supe qué contestar a la extraña e imprevista invitación, pero acepté, enternecida al ver a la pobre señora, tan pequeña e indefensa,
Un poco aturdida por lo ocurrido, la seguí por un estrecho pasillo. Reinaba el silencio, un tenebroso silencio interrumpido apenas por el crujir de la madera bajo nuestros pies. Entramos a una habitación. Era el Sprachezimmer, el amplio consultorio del médico; se respiraba un aire pesado, sin ventilación. Un escritorio de madera estilo Déco mostraba una libreta de récipes junto a un busto de Hipócrates.
- Aquí, en esta sala, mi pobre Samuel atendía a sus pacientes. – Me explicó nostálgica la señora.
Pasamos
luego a la pieza contigua donde se hacía presente, esta vez, el fuerte olor de los antisépticos. En una silla dormían una bata blanca y un estetoscopio, y a un lado, la camilla parecía habérseles adelantado en el reposo. Con amoroso fervor, la viuda
me mostró no sólo la habitación, sino también la ropa del difunto, que sacó de
un viejo armario. Esta vez el olor a naftalina acompañó a los anteriores aromas de la estancia. Por último, la viuda me invitó a
pasar al salón del apartamento, que evocaba los tiempos
de la post guerra por la austeridad de los muebles. Dio unos pasos y luego se detuvo bajo una
fotografía de gran tamaño colgada en la pared. Mostraba el rostro de un hombre de unos treinta años, agradable, de facciones regulares. Un ancho bigote casi le tapaba la boca. Llevaba chaleco negro y una corbata de lazo sobre la camisa blanca. Lucía una expresión, seria, austera, contrastante con su juventud.
-Ese era mi
marido, Samuel, Samuel Hausermann, Fraülein- dijo orgullosa señalando la foto- Aquí aparece él cuando
hizo su Post Grado en la Universitatea din Bucuresti, en Bucarest. Fuimos a vivir a Rumania recién casados. Además de excelente médico, mi Samuel era muy humano con sus pacientes;
les generaba una gran fe. – Esta vez un
velo de tristeza cubrió sus ojos.
Luego, sonrió por
primera vez, desde mi llegada, y me invitó a tomar una taza de té. Pero ocurrió, que en ese mismo instante me
acometió otra fuerte punzada en el estómago. La señora Hausermann al verme tan descompuesta, me ofreció asiento. Fue entonces cuando le expliqué
cuál había sido el propósito de mi visita esa tarde, interrumpido por los sollozos de la señora Hausermann, cuando pronuncié el nombre de su marido. Después de escucharme con
suma atención, se levantó con rapidez, y adoptó una actitud extraña. Parecía haber crecido en estatura y
conocimiento. Me preguntó dónde me dolía y cómo era ese dolor, su frecuencia y
qué tipo de comida había ingerido. Una vez que hube respondido todas sus
preguntas, me dijo solícita:
-Espere un
momento, Fraülein, por favor.
Veré qué medicamentos tiene Samuel en el consultorio - y salió, esta vez, muy animada y resuelta de la habitación. Al volver, trajo consigo una bandeja con un medicamento y un vaso de agua. Sus movimientos revelaban gran seguridad en lo que hacía. Después de colocarse los lentes, contó en silencio las gotas que
echó en el vaso y luego mezcló con cuidado.
-Tome, hija
mía, estas gotas la aliviarán – dijo sonriente.
–pero, por favor, recuéstese unos minutos, mientras la medicina hace su efecto- dijo al tomarme por el brazo y conducirme hacia el sofá.
Agradecida, seguí sus instrucciones. Ella salió un momento de la habitación y apagó la luz. La quietud de la sala en la semi oscuridad me sumió en un agradable letargo, mientras experimentaba alivio, entonces me adormecí un rato. Mas tarde, al sentirme mejor, conversé con mi gentil anfitriona sobre aspectos generales de Venezuela, en los que ella pareció interesarse mucho, sobre todo lo relacionado con las enfermedades tropicales y la salud pública del venezolano.
Ya era de noche cuando me marché de la casa de la señora Hausermann, pero no sin antes prometer a la amable anfitriona, que pronto repetiría la visita. Cuando nos dirigíamos hacia la puerta- esta vez ambas de mejor ánimo-, volví a ver la foto de su marido, colgada a la pared. Esta vez el galeno aparecía sonriente. Me sorprendí, porque recordaba haberlo visto serio, cuando su viuda me mostró la foto. Incrédula, antes de salir, di una última mirada al cuadro, y me percaté que, incluso, podía ver la orificación de uno de sus molares.
“Serán efectos del medicamento que tomé”, pensé confundida, cuando salí a la calle y respiré el aire fresco de la noche, para despejar la mente. Entonces, llegué a la conclusión de que con toda seguridad me había equivocado en mi percepción anterior. Pensé que el Dr. Hausermann, no podía haber posado ante el fotógrafo, tan serio, en su foto de post grado. Obtener un Doctorado en Medicina en la Universidad de Bucarest, seguro que constituyó un logro demasiado importante en su vida profesional. Por eso imaginé que tenía que sentirse feliz al estar mejor preparado para aliviar y curar a los enfermos que acudieran a su consulta. Por eso sonreía en la foto.
Caminé hacia la esquina, y esperé la luz de cruce del semáforo; atravesé la calle y, de pronto, me sentí ligera como la brisa que me acariciaba el rostro. Cuando llegué a casa, un inexplicable bienestar se apoderó de mí. Pasaron los días, los espasmos estomacales desaparecieron por completo, y nunca más volvieron a presentarse, mientras viví en aquel apartamento de la Praterstrasse, en Viena.
Y tampoco, después.
IMAGENES DE VIENA: WEB
Caracas, Julio de 2003